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Comienza la vacunación contra el VPH en Castilla y León

JANO.es y agencias · 07 abril 2008

Cerca de 10.600 niñas de esta comundad nacidas en 1994 recibirán la vacuna que evita el cáncer de cuello de útero

La literatura española no es, ni mucho menos, parca en “raros”, tanto en el sentido dariano de la palabra (que la acerca al malditismo) como en otros más generales. Pero si Gran Bretaña y Francia, por citar dos ejemplos claros, han sabido de antiguo cuidarse de estos personajes mayores y menores —según la óptica— pero siempre interesantes y peculiares, aquí hemos tendido a ningunearlos o a echarlos al olvido, ese gran saco roto. Sólo de unos años a hoy algunos procuramos ir rescatando a estas figuras “menores” y brillantes, en general muy relacionadas con la etapa de entresiglos (entre el XIX y el XX), es decir, la gran época antipositivista del simbolismo. Desde Antonio de Hoyos y Vinent a Álvaro Retana, del marqués de Campo —el poeta— a Pedro Luis de Gálvez, pasando por Armando Buscarini (el muchachito bohemio y luego loco), Alfonso Vidal y Planas, Carmen de Burgos “Colombine”, Sofía Casanova y un largo etcétera que no se completa con los nombrados ni con los no pocos que todavía se pueden añadir…

Aunque algunos de sus en general voluminosos libros se han reeditado desde los pasados años ochenta, y aunque su principal estudioso y valedor, Esteban Cortijo, sostuvo sobre él una brillante tesis en la Complutense de Madrid en 1991, publicada por fin en 2002, “El Dr. Mario Roso de Luna, científico, abogado y escritor” sigue siendo una de nuestras grandes ausencias literarias. Aprovecho que la editorial sevillana Renacimiento acaba de reeditar una de sus últimas obras El simbolismo de las religiones del mundo (editada originalmente en 1929) para brindarle un recuerdo y una invitación al lector. Como su coetáneo, el médico, sexólogo y novelista Felipe Trigo (que se suicidó en pleno éxito comercial en 1916 con apenas cincuenta y dos años) también Mario Roso de Luna fue extremeño, de Logrosán, en Cáceres. Nacido en 1872 (ocho años después que Trigo) murió en Madrid asimismo, en noviembre de 1931, con cincuenta y nueve años. Era abogado, astrónomo y escritor, entre otras muchas cosas, pero a él le gustaba definirse como “filósofo y ateneísta”. En la España de la preguerra eso no era poco. Las últimas fotos nos muestran a un hombre de tez redondeada y piel olivácea, cabello blanco con entradas y un aire sereno y tranquilo. En 1893, Mario Roso de Luna descubrió un cometa que lleva su nombre. En 1902 entró en la Sociedad Teosófica que fundara su (en parte) maestra Helena Petrovna Blavatsky. Y en 1917, en Sevilla, alcanzó la orden máxima en el Gran Oriente Español. Es decir, que Roso de Luna —hombre viajero y estudioso, pero de vida personal aparentemente tranquila— fue teósofo y masón. O sea, un progresista que buscaba, dentro de círculos en principio secretos, la mejora de la humanidad, el bien común sin distingos y una religión universal carente de fanáticos. El DRAE define teosofía como “denominación que se da a diversas doctrinas religiosas y místicas, que creen estar iluminadas por la divinidad e íntimamente unidas con ella”. Definición de indudable origen católico. El teósofo cree en una divinidad universal, generosa y antidogmática, que desarrolla su actividad en el mundo sin exclusiones ni castigos. Queda claro que se aleja (de ahí su lado místico) de las religiones oficiales reveladas. Roso escribió en un artículo —muy polémico— tras la primera guerra mundial: “Lo que nosotros [los teósofos] decimos es que una religión que no ha sabido evitar esta catástrofe, y una ciencia que la ha hecho más sangrienta y cruel con sus inventos, están juzgadas por sí mismas”. Roso escribió novelas biográficas y cuentos en que narraba sus múltiples investigaciones ( a menudo de sesgo esotérico), muchos artículos y gran cantidad de ensayos que el profesor Cortijo piensa editar en 12 amplios tomos. Entre lo mejor y más accesible del “Mago Rojo de Logrosán” —como también fue llamado— están El tesoro de los lagos de Somiedo (1916), De Sevilla a Yucatán (1918), Una mártir del siglo XIX: H.P. Blavatsky (1917), Wagner, mitólogo y ocultista, del mismo año, El velo de Isis (1923) o los relatos Del árbol de las Hespérides, también de ese año —mucho más elaborados que los cuentos espiritistas de otra de nuestras olvidadas, Amalia Domingo Soler— o El Tíbet y la teosofía, uno de sus trabajos últimos, entre muchísimos. Mario Roso de Luna fue amigo de Valle-Inclán (inclinado a la teosofía) y discutió con Unamumo, que lo tuvo en alta estima. ¿No merece ser recordado y releído un personaje así? Es raro en la España clerical y cerrada. Pero es también un eslabón más del sesgo universal que nunca perdimos. Hablar de estos “raros” no es rehacer la historia de la literatura (Pérez de Ayala es mejor que Roso de Luna) sino, ante todo y como mínimo, completarla en pluralidad y riqueza. No poco, por cierto.

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