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DROGADICCIÓN

Consumo de éxtasis y degeneración neuronal

JANO.es y agencias · 08 enero 2008

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Cuando en 1993 Fernando Trueba subió al escenario para recoger el Oscar que obtuvo Belle Époque a la mejor película de habla no inglesa, simplemente dijo que no creía en Dios. “Sólo creo en Billy Wilder. ¡Gracias, Billy Wilder!”

A la mañana siguiente, el director español recibió una llamada de teléfono en su habitación del hotel. La voz al otro lado de la línea dijo: “¡Buenos días! Soy Dios. ¡Enhorabuena!”.

Billy Wilder no fue inmortal y falleció en el año 2002. Sin embargo, su legado sí que ha dejado huella en la historia del cine y pocos discutirían, ahora que se han cumplido 100 años de su nacimiento, que se trata de uno de los mejores directores que ha dado este llamado “séptimo arte”.

Se llamaba Samuel, pero su madre, que pasó algunos años de su infancia en Estados Unidos, lo llamaba “Billie” en recuerdo de Buffalo Bill. Nació en 1906 en una ciudad llamada Sucha, que entonces pertenecía al Imperio Austrohúngaro. Hijo de un hotelero judío, comenzó a estudiar derecho, pero lo dejó para marchar a Berlín y ganarse los cuartos como periodista y hasta como gigoló. Pronto las películas llamaron su atención y a finales de los años veinte comenzó a escribir guiones. Pero, pocos años después, el ascenso de Hitler al poder lo obligó a dejar Alemania. Billy Wilder dijo siempre que “el exilio fue decisión de Hitler, no mía”.

En París tuvo la oportunidad de dirigir su primera película, Curvas peligrosas (1934), antes de embarcar hacia Estados Unidos vía México. Asentado en Hollywood, compartía una lata de sopa diaria con su compañero de habitación, el actor Peter Lorre, hasta que consiguió trabajo como guionista en la Paramount. Allí inició una de las colaboraciones de mayor éxito escribiendo mano a mano con Charles Brackett, lo que valió para ambos algunas tempranas nominaciones al Oscar. Es el caso de Ninotchka (1939), que dirigió Ernst Lubitsch; o Si no amaneciera (1941), dirigida por Mitchell Leisen. Aunque duró más de una década, la asociación con Brackett no fue una balsa de aceite, debido a que ambos eran hombres de fuerte carácter, y quedó truncada en 1950, tras escribir juntos el guión de El crepúsculo de los dioses, película con la que ambos obtuvieron sendas estatuillas de la Academia de Hollywood. Sin embargo, volviendo atrás, Wilder no aspiraba a quedarse como guionista. “Recuerdo perfectamente el día en el que decidí ser director —explicaba—. Fue cuando vi una película cuyo guión yo había escrito para la UFA en Alemania. En la película salía un club nocturno que tenía un gran cartel en el exterior: ‘Es obligatorio llevar zapatos y corbata’. Había dos porteros, que miraban a las personas que entraban para ver si llevaban zapatos y corbata. En uno de los gags que escribí, un hombre llevaba una barba larga; el portero lo para y mira debajo de la barba para asegurarse de que lleva corbata. Cuando fui a ver la película, me encontré con que el director le había puesto a ese actor una perilla; ya no había una barba que levantar para mirar debajo. El director conservó el chiste porque creyó que seguiría siendo divertido; pero ya no tenía gracia. Así que dije: ‘hasta aquí hemos llegado’”.

“No tengo tiempo para considerarme un inmortal del arte. Hago películas sólo para entretener a la gente, y las hago tan honradamente como puedo”

Inicios como director

Su primera oportunidad para dirigir en Estados Unidos llegó en 1942, con El Mayor y la menor, a la que siguió Cinco tumbas al Cairo y, en 1944, una de las obras maestras del cine negro, Perdición, guión que escribió junto a Raymond Chandler, basándose en una novela de James M. Cain.

Su visión particular sobre la pesadilla del alcoholismo en Días sin huella (1945) le sirvió para conseguir sus primeros Oscar como director y guionista. Volvió a obtener ambos premios, junto con el de mejor película —por ser productor—, con El apartamento (1960), una ácida y desesperada visión de la sociedad americana en tono de comedia amarga. De hecho, Wilder es una de las figuras más premiadas y nominadas en la historia de los Oscar, pues además de 2 premios como director, 3 como guionista y uno como productor, estuvo nominado en otras 15 ocasiones (6 como director y 9 por sus guiones).

Pero fue a partir de los años cincuenta cuando se dedicó en mayor medida a la comedia, género en el que demostró ser uno de los grandes maestros. Sobre todo, por ser casi siempre quien las escribía. Tal como afirmaba, “lo más importante es tener un buen guión. Los cineastas no son alquimistas. No se pueden convertir los excrementos de gallina en chocolate”.

Tras las 2 decepciones en taquilla que supusieron El gran carnaval (1951) y Traidor en el infierno (1953), llegó el éxito de Sabrina (1954). Más tarde, La tentación vive arriba (1955) y Con faldas y a lo loco (1959), considerada esta última por los críticos entre las mejores películas de la historia de cine. La presencia de Marilyn Monroe servía para llenar los cines, pero Wilder tuvo que aguantar con estoicismo las excentricidades de la sex symbol, sus impuntualidades en los rodajes y mil y una historia más. “Mientras esperábamos a Marilyn Monroe, el equipo no perdía el tiempo... Yo, sin ir más lejos, tuve la oportunidad de leer Guerra y Paz y Los Miserables”, bromeaba.

Otra cita sin desperdicio: “Existen más libros sobre Marilyn Monroe que sobre la II Guerra Mundial. Hay una cierta semejanza entre las dos: era el infierno, pero valía la pena”.

Sus guiones a partir de esta época los firmó con su amigo I.A.L. Diamond, y son de destacar las siete películas que protagonizó Jack Lemmon, algunas de ellas memorables en compañía de Walter Matthau, como En bandeja de plata (1966), Primera plana (1974) y la menos recordada, Aquí, un amigo (1981), cinta que marcó su jubilación como cineasta.

Su primer objetivo fue siempre entretener al espectador: “Tengo 10 mandamientos. Los nueve primeros dicen: ¡No debes aburrir! El décimo dice: tienes que tener derecho al montaje final de la película”, y en cuanto podía criticaba ácidamente al llamado cine de autor, con frases dirigidas a Antonioni (“es incapaz de mantenerme despierto”), Godard (“ha podido por sí sólo exterminar varias empresas productoras”) o Bergman (“los críticos no tienen ni idea de lo que está diciendo, pero, pese a todo, les chifla”).

Billy Wilder murió el 27 de marzo de 2002 a los 95 años como consecuencia de una neumonía. Perdimos al último gran clásico de la edad dorada de Hollywood, de cuando “hacíamos películas, no negocios”, tal como recordaba.

Su enorme sentido del humor no le impidió incluso reírse de la muerte: “Me gustaría morir a los 104 años, completamente sano, asesinado por un marido que me acabara de pillar in fraganti con su joven esposa”.

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