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JANO.es y agencias · 18 abril 2008

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La reciente publicación de El orientalista, del escritor y periodista estadounidense Tom Reiss, constituye una excelente oportunidad para adentrarnos en una Europa hoy extinta. Reiss se sumerge en la Europa de las primeras décadas del siglo XX para reconstruir la vida de un personaje de ficción que existió realmente, la del escritor judío conocido en los círculos literarios europeos con el nombre de Essad Bey. Nacido en Bakú e hijo único de un potentado del petróleo, la historia de su vida está marcada por los grandes acontecimientos de la época. Desde la Revolución rusa, por la que tuvo que abandonar su patria e iniciar una peregrinación que le llevó junto con su padre por diferentes países europeos, hasta el nazismo, causa a la postre de su desoladora agonía en la Italia fascista.

Lo más fascinante y perturbador del libro de Reiss es la impostura que, como estilo de vida, asume Essad Bey de joven tras dejarse seducir por una idea legendaria del mundo oriental en virtud de la cual se inventará una falsa y misteriosa identidad. Joven que oculta su condición hebraica bajo el exótico manto de un oriental de rasgos y personalidad principescos, culto y hermético, de luminosa inteligencia y afable carácter que cautiva por su brillo mundano, sus dotes de conversador y, sobre todo, su talento como escritor y periodista especializado en temas orientales.

Essad Bey representa el extremo al que podía llegar un tipo de judío muy relevante en la Europa de entreguerras: los orientalistas. Judíos fascinados por sus orígenes semíticos para los cuales el mundo oriental era la patria perdida de su infancia histórica. Bey extremó hasta tal punto su orientalismo que de especialista en temas orientales se convirtió en un personaje salido de las dunas de Oriente. Su vida posee el fulgor de un espíritu sensible y huidizo traumatizado por la visión infantil de los carros en que los bolcheviques cargaban a sus muertos. Esta visión del terror revolucionario provocó en Bey, al igual que en novelistas de la talla de Joseph Roth, un ávido deseo de fuga. Huida de un tiempo que sepultaba bajo las ruinas el esplendor de la convivencia multiétnica de ciudades fronterizas entre Oriente y Occidente como Bakú o de imperios de tan variada conformación nacional como el austrohúngaro. El vitalismo y colorido de aquel mundo de ayer conocido por Bey y Roth, y también por Isaak Babel en la Odesa prerrevolucionaria, fuese el del dinero, la magnificencia y la filantropía, caso del Bakú de las grandes fortunas petroleras; el del compromiso e identificación con una comunidad de pertenencia representada por el emperador Francisco José, caso del imperio austrohúngaro, o el de un mundo popular abigarrado y efervescente, caso de la Odesa de la memoria, les llevó a una confrontación con esa modernidad fría y racional por cuyas grietas podía contemplarse un paisaje de violencia y exterminio.

Desde semejante conciencia, claramente opuesta a lo que Roth denominó el “capricho antinatural de la historia”, Bey y el escritor austriaco hicieron de la impostura literaria un estilo de vida que los transformó en personajes de ficción, en un misterioso príncipe oriental y en un monárquico reaccionario más por motivos estéticos que ideológicos. Lo que aquella conciencia revela es que la literatura tuvo un papel fundamental en las vidas de Bey y Roth, que la literatura fue, en su caso, mucho más que un desahogo estético porque, a través de ella, se inventaron una nueva identidad mediante la que escapar del salvaje siglo XX. En sentido estricto, uno y otro fueron viajeros del tiempo, pasajeros de un barco extranjero con el que arribaron a la Ítaca de un Oriente y un imperio en el que aún existían locos buscadores de oro y seres humanos que no querían arrastrar la vida hasta el fin, sino vivir bien a toda costa.

Su indescifrable gesto de impostores, que bloquea cualquier tentativa de saber realmente quiénes fueron, se les presentó como la única alternativa a un mundo sin alma, a la vida despojada de esa generosa locura que la hace digna de ser vivida. Si el tiempo te engulle, sólo cabe fingir una huida del tiempo hacia los paraísos artificiales de la imaginación. Mediante tan sofisticado artificio, judíos como Bey y Roth sellaron en su obra y en su vida el destino de la rebeldía más justa e inocua, la del sentimiento y la memoria.

Eso fue también Europa. El gusto por vivir de aquellos geniales mistificadores de sí mismos que, para sublimar el “capricho antinatural de la historia”, transformaron su biografía en una fascinante mezcla de vitalidad y desolación.

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