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JANO.es · 21 diciembre 2007

Un estudio analiza la veracidad de siete creencias extendidas como los efectos sobre la visión de leer con poca luz o que sólo usamos el 10% de nuestro cerebro

Definitivamente, es inmensa la distancia que existe entre el recuerdo y la nostalgia. Mayor todavía que la que existe entre ésta y la soledad. De ahí, por cierto, que en Cien años de soledad, su obra cumbre, García Márquez emplee incluso más veces la palabra nostalgia que la palabra soledad. Sus personajes sufren su soledad, sí, pero en su nostalgia incluso se ahogan.

Uno recuerda lo que vivió, bien o mal, pero lo recuerda y puede evocarlo libremente cada vez que lo desea como también lo puede alejar de sí e incluso rechazar. Por ello el recuerdo es algo ligado a la voluntad de la persona que lo vivió, a diferencia de la nostalgia, que puede reaparecer en cualquier momento de nuestra vida y ponernos ante los ojos realidades que en su momento rechazamos de plano, por no entenderlas, vivimos a medias, encajamos mal e incluso confundimos con otras, reales o ficticias, para las cuales nuestras vidas, cerradas entonces para ellas, ni siquiera llegaron a catar.

Es por ello por lo que la nostalgia se presenta siempre en momentos terminales o determinantes de nuestras vidas. Que en la muerte se revisa íntegra la vida, puede ser. Pero sí es cierto que en momentos finales de nuestra vida, como pueden ser el fin de la infancia, de la adolescencia, el paso a la edad adulta, a la vejez, la nostalgia hace de las suyas. Y esto es posible porque en ella han quedado latentes cargas y posibilidades de vida que, en su momento, no captamos en su total dimensión. Los hay, por ejemplo, que gracias a esa carga de vida congénita a la nostalgia, descubren de golpe —ante el espejo de un cambio— que sólo amaron a quienes más creyeron detestar. Tremendo ejemplo, y muy literario, por supuesto, pero trasladémonos literalmente al terreno de lo más banal y veremos cómo por los rincones de la realidad se nos cuela la nostalgia y nos hace vivir el pasado en el momento presente y con ello determina incluso el futuro. En un solo instante.

O de un solo campanazo: Regresé a Lima hace unos meses para comprarme en mi ciudad natal un terreno en el barrio en que viví hasta que hace cuarenta años me trasladé a Europa. Yo buscaba un terreno de 500 metros cuadrados para construir una casa cuyo plano tengo, pero en menos de lo que canta un gallo me encontré visitando una casa de 900 metros cuadrados y todo se justificaba ya por un millón de razones: la vi construir en 1950 y precisamente por el mismo arquitecto alemán que vino al Perú para la construcción de la hermosa iglesia de San Felipe, la parroquia familiar de curas alemanes a cuya misa dominical asistí con mis padres desde niño. También fui al colegio unos años con los hijos de aquel arquitecto alemán que en los años setenta lo vendió todo y se marchó de vuelta a su país con toda la familia.

La casa, por supuesto, había sido restaurada por los italianos que ahora estaban a punto de vendérsela a un hombre con un plano en la mano para una casa muy distinta, a construirse además en un terreno de quinientos metros. Y ya estaba en el punto en que el plano que tengo me sobraba y en cambio ya tambiénme faltabanlos cuatrocientos metros que separan quinientos de novecientos, sin sentido ni razón. Ya me estaba bañando pues en la alberca de los años en que soñaba con viajar a Europa pero demasiado confundidos eso sí en aquel preciso instante con los años en que he soñado con volver a vivir y seguir escribiendo en santa paz mis ficciones en el Perú, cuando un campanazo de la alta torre de San Felipe desencadenó aquella realidad pasada, aquel tañer de campanas a misa que a mi casa llegaba embellecido por la importantísima sordina de la distancia. En mi presente, en el barrio de San Isidro, siempre residencial por excelencia, las campanas escuchadas a medias estallaban en el futuro del escritor que ya incluso había escogido su cuarto de trabajo, su biblioteca, todo, en fin. El jardín de aquella casa y el de la iglesia sólo los dividía una pared medianera.Y por él, en diagonal, el campanario de la iglesia en que incluso viví mi primer amor, podía perfectamente bien estar metido para siempre, como el peor y más eterno de los estallidos, en estas páginas que estoy escribiendo, por ejemplo. A los boxeadores a veces los salva la campana. En cambio los nostálgicos requieren de todo un campanario para volver en sí, parece ser.

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