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España espera erradicar el mal de las "vacas locas" en dos o tres años

JANO.es y agencias · 09 abril 2008

En nuestro país se ha pasado de detectar 167 casos de animales enfermos en 2003 a tan sólo media docena en lo que va de año

En nuestra agenda de cosas importantes siempre ha habido, aguardando el momento de su publicación, el boceto de un artículo sobre la vida literaria de un hombre de miras universales, para cuya comprensión hay que acercarse a su entorno primigenio, su paisaje de infancia; tan fundamental que cuando en su plenitud poética concibe Espacio, considerado por muchísimos críticos como uno de los poemas más importantes de la España del siglo XX, es ese paisaje de infancia, sublimizado por el recuerdo y la nostalgia, el magnificado por el poeta. El paisaje de Moguer y el hombre que lo ensalzó con sus versos, Juan Ramón Jiménez, alcanzarían en 1956 fama universal. Y todo por un telegrama fechado en Estocolmo, en el que se le comunicaba que le había sido concedido el premio Nobel de Literatura.

Sinopsis biográfica

En mayo de 1958, cuando habían transcurrido dos años desde que le había sido otorgado el Nobel y uno desde la muerte de su esposa Zenobia, Juan Ramón Jiménez, un poeta de enorme influencia en la poesía española contemporánea, moría en San Juan de Puerto Rico. El poeta había trazado en la revista Renacimiento su autobiografía con estas palabras: “Nací en Moguer, Andalucía, la noche de Navidad de 1881. Mi padre era castellano y tenía los ojos azules; mi madre es andaluza, y tiene los ojos negros. La blanca maravilla de mi pueblo guardó mi infancia en una casa vieja de grandes salones y verdes patios. De estos dulces años recuerdo bien que jugaba muy poco y que era gran amigo de la soledad”. A ese niño que vivía abocado a la soledad, enamorado profundamente de la naturaleza, sus padres le envían a los once años a estudiar al colegio de jesuitas del Puerto de Santa María y le provocan su primera gran tristeza al arrancarle de “la ventana por donde veía llover sobre el jardín, mi bosque, el sol poniente de mi calle”. Ese niño melancólico, triste, publica sus primeros versos en Sevilla, al poco de salir del colegio. Juan Ramón nació para el verso. Con dieciocho años leería a Rubén Darío, del que diría más tarde que “el profundo acento indio, español, elemental, de su mejor poesía, tan rica y gallarda, me fascinaba”. Era la edad que tenía cuando se marchó con su amigo Francisco Villaespesa a Madrid, donde entablaría amistad con Valle-Inclán y Rubén Darío. Allí escribe sus primeros libros hasta que regresa a Moguer, empujado por la nostalgia y los problemas económicos de la familia, arruinada a causa de la filoxera que arrasó las viñas de las que vivían, y en 1912, en el paisaje tranquilamente hermoso de Fuentepiña, amasa y cuece su obra más popular, Platero y yo, el libro que, andando el tiempo, iba a catapultar al Nobel a un hombre que ya era autor de una obra a la que se sumarían libros de considerable calidad. En 1916 se casaría con Zenobia Camprubí, vital en su vida. De ese matrimonio surge Diario de un poeta recién casado, obra en verso libre que es esencial en su trayectoria poética.

Guerra y exilio

Los años posteriores, cuando a través de la Residencia de Estudiantes era notoria su influencia en la poesía española, conformarían una época de luces y sombras en la vida de nuestro país. Las dos España machadianas se crispan y llegan al enfrentamiento armado. Estalla la guerra civil. La vorágine fratricida se llevará a Lorca, que muere asesinado en Viznar; a Antonio Machado, que se despide de la vida en el pueblo francés de Colliure; a Miguel Hernández, que muere encharcado en pus en la cárcel de Alicante; a Pedro Muñoz Seca, fusilado en Paracuellos del Jarama. La puñalada brutal de la guerra segmentó a España en dos mitades. Parte de una de esas dos mitades, la republicana, marcha al exilio mientras que el ruido de los tiros contrapuntea de muerte la realidad española. El Gobierno de la República nombra a Juan Ramón agregado cultural en Washington. Vive en Estados Unidos, Cuba y Puerto Rico. En 1942 publica una obra estilísticamente irreprochable, Españoles de tres mundos, y en 1949 Animal de fondo, una de sus obras más importantes. Y fue en Puerto Rico donde, mientras agonizaba Zenobia, recibió la notificación del Nobel y donde, el 29 de mayo de 1958, falleció el poeta.

Epitafio ideal de un hombre

Tras numerosas gestiones, los restos de Juan Ramón y Zenobia fueron traídos a España y desde hace tiempo descansan en el cementerio de Moguer, un sitio amable y recogido. El cementerio de Moguer no asusta ni sobrecoge. Y es pequeño. Lo único grande que hay en él es la muerte, que lo cubre casi todo. Y Juan Ramón, que desde la tumba aún anda universalizando a Moguer. La única vez que estuve en ese cementerio, parado ante la tumba después de depositar un ramo de flores al pie de la lápida, que fotografié, atrapado en el recuerdo de su obra, muchos de sus versos me venían a la mente. En mi memoria danzaba entonces una de sus obras, Eternidades, y fundamentalmente el poema titulado “Epitafio ideal de un hombre”. Ahora, cuando se cumplen cincuenta años de la concesión del Nobel, recuerdo unos versos de los que entonces dije que deberían figurar en la lápida, junto a su nombre y el de Zenobia:

Su morir consiguió. Mas fue tan vivo 
su vivir, que aunque yace aquí podrido, 
vigilándolo está quieto, el destino.

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