GINECOLOGIA
Aumenta la incidencia de verrugas genitales en mujeres jóvenes
JANO.es · 11 enero 2008
Un estudio nórdico publicado en el "Journal of Infectious Diseases" revela que al menos una de cada diez mujeres declara haber sufrido al menos un episodio diagnosticado clínicamente
El argumento, esgrimido por los profesionales de la catástrofe y los puritanos disfrazados de progresía, es sobradamente conocido: el cine, la literatura y la televisión actuales, con su profusión de contenidos violentos y su regodeo estético en el derramamiento de sangre, despiertan los instintos más agresivos de sus consumidores. La monserga, nunca demostrada con estadísticas —y eso que las democracias occidentales, según Borges, constituyen un curioso abuso de la estadística—, ha encontrado el respaldo de algunos intelectuales de pacotilla y psicólogos de brocha gorda que no han vacilado en comparar los espectáculos bárbaros de antaño —circo romano, guillotina, etc.— con las imágenes facilitadas por el cine, en las que se representa, a veces muy explícitamente, la violencia. Siempre se me ha antojado estupefaciente y como propio de tullidos mentales esta equiparación: ¿es que quienes la profieren no distinguen entre el ejercicio físico de la crueldad y su escenificación simulada?
A quienes se rasgan las vestiduras profetizando el apocalipsis inminente y sosteniendo que las sublimaciones estéticas de la violencia provocan comportamientos violentos habría que rebatirles invocando la autoridad de Freud: cuando nos obstinamos en reprimir una conducta natural del hombre, tarde o temprano conseguiremos que esa conducta se reproduzca secretamente y germine otra vez, quizá en una manifestación más repugnante o enferma. El arte siempre se ha interesado por el espectáculo de la violencia, describiéndola con fascinación casi hipnótica: desde La Ilíada de Homero a Intolerancia de Griffith, pasando por las tragedias shakespearianas, las más altas creaciones humanas se han demorado en los meandros y vericuetos de la brutalidad, quizá porque el arte tiene algo de exorcismo o vía de escape que apacigua o atempera nuestros instintos más atávicos. A los fundamentalistas de la corrección política, que piensan que la violencia iconográfica la inaugura Tarantino —los más arqueológicos retroceden hasta Pekimpah—, los invitaría a que asomaran sus ojos cegatosos a los cantares de gesta medievales: allí verán desfilar la sangre, oscura como el alquitrán, por los campos de batalla, mientras los guerreros se reparten mandobles y se mutilan y se descabezan, con una prolijidad descriptiva digna del más exhaustivo anatomista.
Supongo que esta afirmación desquiciará a los partidarios del arte anémico: creo que, lejos de alentar una reacción imitativa, el consumo —razonable, por supuesto, no estoy defendiendo aquí el regodeo chabacano en productos culturales que hacen de la casquería y el picadillo sus únicos argumentos— de películas, libros o tebeos de contenido violento produce una catarsis o desahogo que nos disuade de la violencia efectiva. Pensemos en los años depauperados y tenebrosos de la República de Weimar, cuando en una Alemania al borde de la bancarrota floreció la pintura claustrofóbica y perversa de Grosz y Otto Dix, la literatura patológica de Alfred Döblin, el expresionismo de El gabinete del doctor Caligario M, el vampiro de Düssseldorf, dos películas que, por cierto, constituyen sendos ejercicios de buceo en los océanos de la locura y las pulsiones homicidas. Cuando el nazismo se incautó del poder, se esmeró en perseguir aquellas muestras de “arte degenerado”, en una búsqueda paranoica de la higiene mental, ignorando que aquellas obras habían mantenido a buen recaudo los demonios interiores del pueblo alemán. Cuando el arte degenerado fue suprimido, esos demonios hasta entonces reprimidos cobraron un venenoso vigor que no tardaría en expresarse mediante la pólvora y el fanatismo. No creo que los estallidos de ketchup en un spaguettiwestern o la lectura heroica del tediosísimo Sade puedan degenerar en conductas delictivas. La violencia es un cóctel de ingredientes indescifrables, una detonación arbitraria entre cuyas causas concurren las taras genéticas, la represión de las pulsiones sexuales, la pobreza y la servidumbre, el aprendizaje de la abyección —que a veces se remonta hasta la infancia— y el gravamen del anonimato, esa lepra subterránea que infecta a las multitudes, sobre todo en las grandes urbes. Reducir esa argamasa de causas inextricables al influjo pernicioso de ciertas manifestaciones artísticas es tan rocambolesco como achacar la propagación del sida a un catarro mal curado. Vean las películas de Tarantino sin complejos; lean las novelas de Brett Easton Ellis sin mojigatería; asómense, incluso, al manga y al gore y al heavy metal satánico: les aseguro que mañana no amanecerán convertidos en asesinos psicópatas.