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Ciudadanos de Madrid "aprenden a salvar vidas"

JANO.es y agencias · 23 abril 2008

Comienza una campaña que enseñará a la población de ocho comunidades autónomas las técnicas básicas de resucitación cardiopulmonar

Hace algún tiempo se montó una gran zapatiesta cuando el papa recordó a los fieles católicos que el infierno no es un lugar físico, sino un estado del alma. La consideración del infierno como lugar geográfico sigue ejerciendo, sin embargo, sobre nosotros un atractivo casi hipnótico. Si me fuese concedido el don de legar un libro a las generaciones venideras, elegiría escribir, sin duda alguna, un “Atlas del infierno”, en el que se compendiaran las distintas descripciones que la literatura nos ha suministrado sobre este paraje abismal, de Virgilio a Swedenborg, pasando por Dante y Milton. Aunque este último, en El paraíso perdido, asegura que el infierno no se halla en el interior de la tierra, sino a una distancia tres veces mayor que la que nos separa del planeta más lejano –forma de ubicación demasiado difusa y dependiente de los avances astronómicos–, casi todos sus visitantes literarios convienen en situarlo en algún paraje subterráneo. Así lo entendieron los antiguos,que localizaron su acceso principal en las proximidades del cabo Tenaro, donde Heracles inició su periplo de ultratumba para raptar a Cerbero; por esta puerta, denominada Averno, también transitaron otros héroes mitológicos, como el enamorado Orfeo, conmemorado por Ovidio, o el errabundo Eneas, cuyas glorias cantó Virgilio. Algunos hermeneutas, basándose en lecturas algo esotéricas del Génesis, afirmaban que las raíces del Árbol de la Ciencia cobijan las alcobas del infierno, mientras que sus ramas superiores sustentan el trono celestial. Hugo de Auvernia asegura que encontró la puerta del infierno en el Lejano Oriente, imprecisión topográfica que desmiente la designación griega de Tártaro, cuya etimología procede de la palabra egea tar, que designa el oeste.

Swedenborg sostiene que las ciudades terrestres poseen su doble en las alturas y su triple en elabismo. Habría, pues, un Madrid celeste y otro Madrid infernal, endonde los bienaventurados y losréprobos oriundos de esta ciudadpodrían seguir recorriendo adaeternumsu callejero facsímil.También existirían sendas Barcelonas empírea y subterránea, sendas Zamoras, sendos Torrelodones, para que ningún alma se sintiese forastera en su destino de ultratumba. Esta versión eminentemente urbana del infierno la corroboran san Buenaventura, que lo comparó con Babilonia y, en cierto modo, el propio Dante, que soñó la ciudad de Dite, excavada de fosos fétidos, rodeada de murallas de hierro candente y erizada de torres de fuego. Pero no faltan tampoco las visiones más campestres del infierno, desde el bíblico valle de Josafat al pagano Orco, páramo fustigado por las tempestades donde se congregaban las arpías, las gorgonas y las hidras, faunas todas ellas poco recomendables.

Pese a que la iconografía cristiana ha querido pintarnos el infierno como una especie de fragua perpetua donde las almas se abrasan sin posibilidad de refresco, lo cierto es que los griegos y los romanos concibieron un infierno con una cuenca hidrográfica que para sí quisieran los partidarios del trasvase Tajo-Segura. Recordemos, sin afán exhaustivo, el río de los Lamentos, cuya corriente se había formado por acopio de las lágrimas de los condenados; el Aqueronte, de aguas lentas y amargas, navegadas por aquel usurero llamado Caronte; el Leteo, del que abrevaban losmuertos para olvidar su existencia terrestre; y la laguna Estigia, que hizo invulnerable a Aquiles y cuyas aguas quebraban el hierro y los metales. Con tanto curso fluvial uno no entiende demasiado bien por qué a los demonios los espanta tanto el agua.

Un infierno sin consistencia geográfica resulta, definitivamente, mucho menos amedrentador que este vasto lugar cuyo bosquejoles acabo de proponer. La cartografía del infierno siempre depararía alos condenados nuevas crueldadesque exacerbarían su dolor. En cambio, el infierno entendido como estado del alma, de tan monótono e inalterable, propicia la adaptación del réprobo, que termina habituándose a sus tormentos. El verdadero dolor requiere impremeditación y sorpresa, así como esporádicas interrupciones que hagan más acerbas las recidivas; el dolor inalterable acabará creando réprobos demasiado acomodaticios y resignados. Urge que alguien escriba un exhaustivo atlas del infierno, para horrorizarnos con su infinita geografía de tormentos.

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