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“Salzillo, testigo de un siglo”. Coincidiendo con el tercer centenario del nacimiento del artista, Murcia, su ciudad natal, acoge la mayor exposición realizada hasta la fecha de uno de sus hijos más ilustres y uno de los más emblemáticos escultores del siglo XVIII. Se unen la obra y el escenario que la hizo posible en el marco de la Semana Santa, tiempo de pasión, de dolor, de procesiones, que en Murcia adquieren un impresionante tono gracias a las apasionadas, realistas y apabullantes tallas de este creador único.

Familia de escultores

El 21 de mayo de 1707 nació en Murcia Francisco Salzillo, hijo del napolitano Nicolás Salzillo y de la murciana Isabel Alcaraz. Creció en el seno de una familia dedicada a la escultura, profesión que compartió con dos de sus hermanos en el taller familiar. Su larga vida (murió en 1783) le convirtió en testigo excepcional de su siglo, marcado por enormes cambios políticos —de la Guerra de Sucesión a la ilustración— y artísticos: del barroco al academicismo.

La formación del escultor tuvo lugar en el taller paterno y se completó con los estudios de dibujo que siguió bajo la responsabilidad del clérigo pintor Manuel Sánchez. Muchos estudiosos aseguran que el gran talento de Salzillo podría haberse desarrollado muchísimo más si su formación/evolución no hubiera estado huérfana de contactos con el exterior. Sus obligaciones familiares le privaron de acudir incluso a la corte para colaborar en el palacio real. El éxito de sus obras, aclamadas por una sociedad rural y provinciana, presenta a un artista muy personal con una obra cimentada sobre su propia intuición.

La excepcional obra de Salzillo también fue pronto ponderada por los intelectuales y artistas de la época —Goya, Cea Bermúdez, Santiago Bado, Ceán, etc.—, que la consideraban digna de otras épocas, pues la que le tocó vivir no ofrecía muchos modelos ni maestros. En la formación de Francisco Salzillo pesó mucho la religiosidad española y la doble condición estético-teológica del color. La escultura religiosa había abandonado desde el siglo XVII el dorado del renacimiento buscando una policromía más naturalista, haciendo así que la escultura española fuera valorada como una aportación original al barroco europeo.

La genialidad de Salzillo residió precisamente en la capacidad de asimilación de tales precedentes y en la elaboración de unos modelos propios capaces de alcanzar la perfección técnica que la historia le reconoce y de fundir identidades colectivas con valores formales y simbólicos. Lo que realmente se valoraba en Salzillo era su capacidad para hallar un lenguaje perfectamente comprensible por medio de la utilización de modelos reales para traducir ideales sobrenaturales. En Salzillo los expertos en arte reconocen a un gran pintor, además de a un genial escultor. La escultura era un medio que brindaba al artista la posibilidad de situar las figuras en un espacio tridimensional y no sólo sombras y volúmenes. El hacer de Salzillo se basa en un minucioso trabajo previo. Tras recibir el encargo, el escultor reflejaba en papel las ideas originales de cuanto se proponía realizar. En esa fase, el dibujo de las esculturas y sus rasgos tridimensionales eran sugeridos por medio de tintas y sombreados, a veces inscritos en cuadrículas orientadoras de las proporciones definitivas. Los dibujos marcaban la pauta a seguir. Mientras el dibujo era un propósito, el boceto ya era una escultura.

Fusión de tierra y obra

La grandeza de Salzillo, pues, ha de evaluarse desde múltiples perspectivas. Iniciador y definidor de una escuela con rasgos propios, alcanzó la estima que ningún otro artista había logrado al conseguir una identidad completa y armoniosa entre su tierra y su obra. Se le atribuyen 1792 obras, extraordinario y exagerado balance. Puede que no todas las hiciera él. pero sí parece que supervisó y dirigió los trabajos de casi todas. Y en tan ingente producción hay de todo. Pero convendría fijar nuestro interés en lo que hace a Salzillo distinto. Por ejemplo el color, una de las armas que mayor encanto dan a la estética salzillesca. Ese pictoricismo escultórico hizo de Salzillo, como dijeron algunos estudiosos, un pintor de la escultura o un escultor de la pintura. La base era disponer de una superficie tallada que pudiera recibir tratamiento pictórico y cuyo resultado fuera reunir en una misma obra la ficción de la pintura y la realidad tridimensional de la escultura.

Los prototipos salzillescos definen mejor que nada la sensibilidad local, mediterránea. Las Dolorosas salzillescas, novedosas, sin antecedentes conocidos —con talla de cuerpo entero y coloreadas de oros con bermellón y azul ultramar—, alcanzaron la condición de arquetipo levantino imitado hasta la saciedad y también fueron referencia del prototipo salzillesco. Sus pasos procesionales fueron el cierre brillante de la tradición española iniciada en el siglo XVI. Su forma de poner las figuras de Cristo y de la Virgen como objetos de solitaria contemplación, centrando la visión en el dolor y soledad de sus principales protagonistas fue innovadora y casi digna de la actualidad.

La obra pasionaria de Francisco Salzillo, que abarcó en rigor los años comprendidos entre 1752 y 1777, cuando le fueron encargados los ochos pasos procesionales —Oración en el huerto, la Última Cena, Dolorosa...—, constituye su cima artística. Salzillo aportó muchas y singulares novedades a la estatuaria procesional. Si Cristo conmueve por su rostro lleno de suplicante amargura, lo hace también por el contraste de los distintos personajes del grupo escultórico. Salzillo se empeñó en mostrar debidamente integrados los ritmos corporales y los mecanismos de la expresión. Los rostros de sus estatuas son tan hermosos y están tan bien modelados que recuerdan las porcelanas de la época, motivo por el cual se considera al murciano un magnífico exponente de la escultura rococó.

El escultor no se sometió a la estética edulcorada de las devociones sino que profundizó en los mecanismos psicológicos de la imagen y en la condición metafórica del color. El modelo de Piedad, evolucionado desde que apareciera en la Edad Media hasta ser interpretado durante el siglo XVII español por escultores de expresividad trágica, es enriquecido por Salzillo con acompañantes partícipes del dolor. Esa estudiada teatralidad, dispuesta a conmover tanto como la violácea y cadavérica visión de Cristo, queda asociada a la desolada actitud de la Virgen y se expande por las restantes figuras, dándoles solemnidad.

La numerosa obra de Salzillo, que requirió la presencia de ayudantes en todos los trabajos previos a la talla de la madera y en su laborioso proceso de ejecución, es, pues, un magnífico y grato paseo por el siglo XVIII, ya que el artista fue un excepcional testigo de esa época.

Innovador de tradiciones

Los Cristos de Salzillo muestran su triunfo sobre la muerte en forma de hermosas anatomías ausentes de dolor. El sudario aparece siempre pegado al cuerpo de forma que en la mayoría de las ocasiones lo introduce entre las piernas. La actitud, siempre serena de Cristo, fue uno de los rasgos principales, aunque la tensión del momento de la expiración introdujera una nota dramática. La mayor parte de las esculturas de Salzillo tenían como escenario el retablo. Él introdujo las novedades en la forma que debían ser contempladas, uniendo la retórica de la palabra y de la imagen en una sutil forma de literatura: ver y escuchar.

Salzillo fue un prolífico maestro en la estatuaria infantil destinada a la contemplación íntima y doméstica. Y la cumbre de esta parte de su obra fue su famoso Belén.

Hacia 1776 atendió este importante encargo para Jesualdo Riquelme y Fontes con destino a su palacio de la ciudad de Murcia. Pero la tradición del nacimiento era en Murcia una costumbre muy antigua vinculada a las estancias conventuales hasta que a principios del siglo XVIII se incorporó a la casa como una forma más de sustentar los impulsos piadosos de sus propietarios.

Aunque Salzillo sólo pudo realizar los principales grupos, dado que murió antes de poder terminar, el conjunto se encontraba planeado prácticamente desde sus orígenes. La unidad formal y estética, la coherencia narrativa, las jerarquías internas asociadas al color, el sentido proporcional de las pequeñas figuritas, sólo pudieron ser planteados bajo la atenta mirada del escultor y bajo las directrices de un taller fuertemente cohesionado. El Belén fue, pues, la última gran aportación de Salzillo al arte español del siglo XVIII como resumen de los cambios experimentados por una época de profundas transformaciones. Ese juguete de ancianidad, como fue identificado el Belén, quedó compuesto en lo esencial por quinientas cincuenta y seis figuras, aunque el conteo no siempre fue unánime.

Texto: Max Bernáldez

Fotos: Woldiris

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