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El 22,5% de los afectados por cefalea no consulta al médico

JANO.es y agencias · 03 abril 2008

Madrid acogerá el 12 de abril el I Congreso Europeo de Pacientes con Cefalea

No fueron fáciles los primeros pasos de esta nueva mentalidad objetivista, dado el inevitable enfrentamiento con más de veinte siglos de doctrina tradicional. Pero el triunfo iba a ser arrollador.

Referentes científicos

William Harvey (1578-1657) fue el primero en utilizar sistemáticamente un método nuevo en la resolución de los problemas fisiológicos; en su caso, el estudio del movimiento del corazón y de la sangre. Este método es, en esencia, el mismo que emplea la ciencia en la actualidad: observación, hipótesis, deducción y experimento. El trabajo de Harvey se caracterizó por el análisis cuidadoso de los fenómenos logrado a costa de la más perseverante y acuciosa observación; por la invención de procedimientos experimentales adecuados para dejar sólidamente establecidas las hipótesis propuestas; por la incorporación del razonamiento cuantitativo como método de comprobación adicional y por el cuidado constante en el razonamiento basado estrictamente en el experimento.

La búsqueda de un conocimiento médico objetivo y experimental tiene en la Antigüedad algunos antecedentes más bien anecdóticos que fueron revisados en el artículo publicado en esta misma sección de Jano la semana pasada1.

Por el contrario, la revolución científica del Mundo Moderno suele ser entendida como una nueva mentalidad que dará paso a una ciencia regida por el paradigma experimental y que permitirá afirmar que el antiguo realismo esencialista es desplazado por el triunfo del objetivismo. A partir de ese momento, el experimento riguroso, comprobable y repetible será el que dé lugar a los saberes capaces de explicar, e incluso de predecir, los fenómenos naturales. No fueron fáciles los primeros pasos de esta nueva mentalidad objetivista, dado el inevitable enfrentamiento con más de veinte siglos de doctrina tradicional —que en el caso de la medicina occidental se remontaba a los hipocráticos del siglo V a. C.—. Pero el triunfo iba a ser arrollador. Para ilustrarlo es suficiente con evocar algunas escenas de los inicios de esta búsqueda científica de la objetividad.

La primera escena es muy conocida, pero vale la pena recordarla de nuevo porque aclara mucho el cambio epistemológico radical de la medicina en el siglo XVII. La fisiología galénica mantenía que a partir de los alimentos ingeridos se producirían en el hígado los cuatro humores fundamentales para la constitución del cuerpo, los cuatro elementos biológicos básicos que serían los componentes últimos de toda la materia corporal: la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra. Por la red venosa (que, según la falsa concepción anatómica antigua, partiría del hígado) y por el árbol arterial (a partir del corazón) la sangre, mezclada con el resto de los humores, se distribuiría por todo el cuerpo. Una vez que llegase a las distintas partes del cuerpo, se extravasaría y se transformaría en materia corporal: la carne, los huesos, las fibras... No había —para el galenismo— circulación de retorno.

William Harvey

Esta brillante especulación, que dominó sin apenas oposición toda la fisiología europea del período clásico y medieval, la destruyó de un solo golpe el breve libro de William Harvey Exercitatio anatomica de motu cordis et sanguinis in animalibus (1628). Su tesis era revolucionaria: la sangre circula por el cuerpo, pues después de llegar por las arterias a los miembros retorna por las venas al corazón. Una teoría tan blasfema no podía presentarse en público sin el más firme de los apoyos. Y ese apoyo fue un método tan sólido que se convirtió en un hito de la revolución científica experimental en el campo médico.

Un sencillo cálculo matemático permitió a Harvey reducir al absurdo la idea tradicional: al multiplicar el peso de la sangre que sale del corazón en cada latido por el número de latidos que se producen en cierto tiempo, resulta una cantidad de sangre tan grande (más de 600 kg) que es incompatible con la teoría galénica —según la cual este peso habría de ser equivalente al de los alimentos que se ingieren en un día y al de las excreciones y secreciones que el cuerpo produce.

Una hipótesis alternativa permite a Harvey plantear de otra manera los hechos: quizá la sangre sale del corazón por las arterias y regresa a él por las venas, recorriendo una y otra vez el mismo circuito. La circulación es permanente y no una distribución unidireccional.

Unas sencillas experiencias, que todo el mundo podía repetir y comprobar, demuestran la hipótesis alternativa: aplicando en el brazo torniquetes con distinta presión, Harvey evidenció que la sangre circula por las venas del brazo en dirección proximal, y no en dirección distal2-3.

Harvey fue, sin embargo, un médico tradicionalista y conservador en su ejercicio profesional, en su vida social e incluso en su mentalidad, en gran medida aristotélica. Se opuso a los nuevos planteamientos de la mecánica y la química4. Pero su forma de investigar es la de un empirista moderno: una hipótesis de trabajo para comprobar o refutar; el cálculo matemático y el experimento como instrumentos metodológicos; una posibilidad siempre abierta de que otros científicos repitan y confirmen o refuten las observaciones y los experimentos... Éste va a ser el nuevo planteamiento que, en el siglo XVII, va a marcar el límite entre la ciencia antigua —racionalmente lógica, es decir, especulativa y deductiva, pero no experimental— y la ciencia moderna, cada vez más rigurosamente experimental e inductiva.

El camino que la fisiología emprendió con Harvey —como lo emprendió la anatomía con Vesalio y la patología con Sydenham— fue el que desembocó, ya en el siglo XX, en el ensayo clínico controlado y aleatorizado, ejemplo hoy paradigmático de vía hacia la objetividad, método por excelencia de la actual medicina basada en pruebas.

Tres escenas del pasado

La evocación de otras tres escenas del pasado nos permitirá recordar que el ensayo clínico, tan característico de la segunda mitad del siglo XX, tiene también antecedentes remotos. Estos antecedentes nos ayudan a entender la forma en que los investigadores más inquietos y creativos, adelantándose a su época, manifiestan el anhelo perenne de objetividad científica y conciben ideas que sólo en épocas posteriores llegarán a sistematizarse y a generalizarse, pues sus primeros brotes no encuentran un terreno capaz de permitir su desarrollo.

Como hemos visto, la teoría humoral fundamentó durante muchos siglos la fisiología, pero también la patología y la terapéutica. Si el cuerpo sano estaba formado por una combinación equilibrada de los cuatro humores en su estado natural, la enfermedad se explicaba como un desequilibrio cuantitativo o una alteración cualitativa de esos mismos humores. La plétora o la putrefacción humoral eran la clave de la patogenia. Desde los inicios de la medicina propiamente racional —es decir, desde la época hipocrática—, la enfermedad se había atribuido a los excesos humorales y a los malos humores, teoría de la que nuestro lenguaje cotidiano conserva abundantes rastros. De esta teoría se extrajeron las oportunas deducciones. Si la naturaleza trataba de combatir la enfermedad expulsando los malos humores del cuerpo enfermo a través de hemorragias, vómitos, diarreas, sudores o mucosidades, los médicos le ayudaron con entusiasmo prescribiendo eméticos, laxantes, diuréticos y, sobre todo, sangrías. El razonamiento era, una vez más, impecable, y a nadie se le ocurría pedir otro tipo de pruebas. Los médicos, por tanto, actuaron en consecuencia y se lanzaron a extraer por diversos medios los humores morbígenos que supuestamente impregnaban la sangre venosa. Muchos enfermos fueron desangrados, desde la Antigüedad hasta antes de ayer, con tan buenas intenciones.

En el siglo XVII, el médico belga van Helmont concibió una idea que, lamentablemente, no llegó a realizar. Se trataba de comprobar la eficacia de la sangría mediante la observación de varios centenares de enfermos, tomados, claro está, de los estratos sociales más pobres. A través de un sorteo, se haría con ellos dos grupos. A los miembros de uno de los grupos se los trataría con las habituales sangrías, mientras que a los del otro se los dejaría sin tratar. Una sencilla comparación del número de entierros que hubiera en cada uno de los dos grupos permitiría alcanzar un dictamen solvente acerca de la eficacia de las sangrías. Muchas vidas podrían haberse salvado si esta espléndida ocurrencia de van Helmont se hubiese llevado a la práctica5-6.

Tampoco fueron los reyes del siglo XVIII inmunes a las inquietudes científicas. Gustavo III de Suecia quiso averiguar si el café era más o menos tóxico que el té. Para ello decidió conmutar la pena de muerte que les había sido impuesta a dos gemelos convictos de asesinato por la de cadena perpetua. Pero les impuso la condición de que uno tendría que beber tres tazas diarias de café y el otro tres de té. El experimento concluyó con la muerte del gemelo que tomaba té a la edad de 83 años7.

El ensayo de James Lind

El conocido “ensayo clínico” de James Lind tuvo mucha más trascendencia. En el siglo XVIII el escorbuto causaba estragos entre los marineros que hacían travesías largas. La causa de la enfermedad —carencia de vitamina C— era por entonces totalmente desconocida. Había observaciones —desde el siglo XVI— de la utilidad del zumo de limón contra la enfermedad, pero su uso no se había generalizado. En su Treatise on the Scurvy (1753), Lind publicó el experimento que había puesto en práctica durante una travesía: dividió en seis grupos a los marineros que padecían la enfermedad; como suplemento de una misma dieta, administró a uno de los grupos naranjas y limones y a los demás otros tratamientos habituales en la época (sidra, vinagre, sulfatos, agua de mar, etc.). La mejoría de los primeros fue claramente superior. Y lo curioso es que, después de esta experiencia, tuvieron que pasar varias décadas para que el uso preventivo y terapéutico del zumo de limón se generalizase en la Armada inglesa. Se han sugerido para ello diversas explicaciones, entre las cuales no hay que minusvalorar el hecho de que el método de Lind estaba lejos de ser un estándar aceptado por la comunidad científica8-9.

Fue a lo largo del siglo XIX cuando se generalizó en la medicina europea la mentalidad positivista. El desarrollo de métodos capaces de objetivar las lesiones, disfunciones y causas de las diversas enfermedades fue proporcionando una serie de sonoros éxitos a la medicina clínica y a la investigación de laboratorio. Para Claude Bernard, el deslumbramiento fue tal que creyó haber encontrado el camino hacia lo que llamó la “medicina cierta”. Tuvo que pasar algún tiempo —y acumularse los desengaños, como los producidos por los fracasos ante las enfermedades mentales— para que se extendiese la idea de que la medicina científico-experimental, junto a sus admirables logros, tenía también sus limitaciones.

Bibliografía

1. Lázaro, J. (2007): “La búsqueda médica de la objetividad en el Mundo Antiguo”. JANO, Medicina y Humanidades, 1.640, pp. 50-2.

2. Albarracín Teulón, A. (2001): El movimiento del corazón y la sangre. Harvey, Madrid, Nivola.

3. Laín Entralgo, P. (ed.) (1948): «Harvey en la historia de la biología», en Harvey, vol. 1, Madrid, Ediciones El Centauro, pp. 9-177.

4. Wear, A. (1995): «Medicine in Early Modern Europe, 1500-1700», en Conrad, L. I.; Neve, M.; Nutton, V.; Porter, R. y Wear, A. (eds.): The Western Medical Tradition. 800 BC to AD 1800, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 330-340.

5. Bakke, O. M.; Carné Cladellas, X.; García Alonso, F. (1994): Ensayos clínicos con medicamentos, Barcelona, Doyma, p. 104.

6. Weatherall, D. (1997): «Foreward», en Greenhalgh, T.: How to Read a Paper. The Basics of Evidence Based Medicine, Londres, BMJ Publishing Group, xixii.

7. Breimer, L. (1996): «Coffee drinking was compared with tea drinking in monozygotic twins in 18th century», BMJ, 312: 1539.

8. Beck, S. V. (1997): «Scurvy: citrus and sailors», en Kiple, K. F. (ed.): Plague, Pox and Pestilence. Disease in History, Londres, Weidenfeld & Nicolson, pp. 70-71.

9. Wear, A. (1995): «Medicine in Early Modern Europe, 1500-1700», en Conrad, L. I.; Neve, M.; Nutton, V.; Porter, R. y Wear, A. (eds.): The Western Medical Tradition. 800 BC to AD 1800, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 227-229.

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