OSTEOPOROSIS
La densidad mineral ósea predice el riesgo de fracturas a largo plazo
JANO.es y agencias · 19 diciembre 2007
Un estudio norteamericano publicado en "JAMA" muestra, además, que aquellas mujeres que han sufrido una fractura vertebral tienen cuatro veces más riesgo de nuevas fracturas
Siempre he profesado una admiración reverencial por los crucigramistas. Sus creaciones, exactas y arduas como sonetos, reducen las palabras a una matemática recóndita, forman con ellas un intrincado tapiz perfectamente entretejido, apretado de significaciones, en donde se agolpan todas las posibilidades combinatorias del alfabeto. El crucigramista tiene algo de poeta derrochón y a granel; a diferencia de los poetas al uso, no puede mandar a la musa de vacaciones, sino que ha de exprimirla diariamente, hasta extraerle, como de una fuente que mana un hilillo de exhausta agua, esa última palabra que luego volverá del derecho y del revés, como si fuera la manga de un jersey, para encajarla en el hueco que completa su creación. Además de poeta a granel que ha de medir no ya las sílabas, sino las letras de sus versos, el crucigramista ha de poseer una mente aritmética, como de ajedrecista de palabras que entabla sobre el casillero su juego de estrategias invisibles. No basta con que las palabras acudan al reclutamiento, sino que después ha de organizarlas con mentalidad de estratega, cuidando de proteger los flancos, asegurando las sucesivas líneas de combate, fortaleciendo la retaguardia.
Durante las horas en que el crucigramista prepara su creación habrá de sentir una mezcla de impresiones contradictorias. Imagino que, para resolver su laberinto de palabras, elegirá un par de ellas, las más largas que se le ocurran, que utilizará como ejes, horizontal y vertical, sobre los que a continuación erigirá su calculado edificio. Habrá momentos en que las palabras se le antojen talladas en durísimo pedernal, de tan ariscas e impenetrables; habrá momentos en que las palabras se conviertan en fósiles delicadísimos, en alas de mariposa que el crucigramista apenas se atreve a rozar, para no desbaratarlas; habrá, en fin, momentos luminosos en que las palabras salgan de su concha y se muestren dúctiles, permeables, promiscuas, dispuestas a entablar coyunda con las otras palabras que las fecundan. Y a la impresión de angustia o atasco mental del principio se sucederá el temblor que asalta a quienes manipulan una mercancía que puede volatilizarse en cualquier instante; y a esa sensación de fragilidad que obliga al crucigramista a contener la respiración mientras incorpora a su obra diaria las palabras más sonoras o inéditas (porque el crucigramista conoce incluso aquellas palabras que nadie ha escrito ni pronunciado jamás, aquellas palabras que anidan en las ramas tronchadas del gran árbol del idioma), se sucederá una impresión de alborozado alivio, cuando por fin las palabras casen entre sí, como añicos de un jarrón que recuperan su forma, nostálgicos de la mano del alfarero.
¿Cuántas erudiciones abstrusas abarcará un crucigramista? En su cabeza borbollonean los símbolos de la tabla de elementos químicos, el atlas más minucioso del planeta (con su anatomía de ríos como arterias que se ramifican en afluentes, con su musculatura de montañas que quizá ningún alpinista llegó a coronar), las alineaciones olvidadas de equipos de fútbol que alcanzaron la gloria en la noche de los tiempos, los nombres de escritores y actores amojamados por el olvido, las faunas que Noé recolectó en su arca y también las que se quedaron a merced del diluvio por falta de espacio y hasta las faunas mitológicas que Noé no recolectó porque sólo creía en Yahvé, la infinita urdimbre de las constelaciones que tejen su alfabeto en el cielo, las furtivas genealogías de los hombres que amueblan los cementerios y las enciclopedias. Imagino la biblioteca del crucigramista con anaqueles atestados por los mamotretos de la Espasa y la Británica, entre cuyas páginas se congregan saberes inconcebibles, estériles, vastos como el océano; e imagino que el crucigramista habrá fatigado mil veces esas páginas, codicioso de palabras nuevas, buhonero de palabras antiguas. Y en el silencio de la noche, mientras el crucigramista hojea por última vez uno de esos mamotretos antes de acostarse, un enjambre de palabras empezará a pulular a su alrededor, susurrándole la música del crucigrama siguiente.