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JANO.es · 21 febrero 2008

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Llegué a Madrid en mal momento. Franco había entregado el poder económico a un grupo financiero de ideología muy cerrada. En todas las pensiones donde viví había alguna señorita de la calle que me trataba con confianza y cierta maternidad, pues estaba claro que yo era un hombre perdido, un joven perdedor que había caído en Madrid sin tener nada que hacer allí. Soy propenso a creer que todas las mujeres se enamoran de mí y a esta señorita, que se llamaba Piedad o Piedita, esperaba verla caer en mis brazos antes o después. Yo dormía en una habitación grande de tres camas, que compartía con un opositor que no estudiaba nada y con un homosexual murciano que me elogiaba las piernas cuando yo me quitaba el pijama. El opositor y yo discutíamos de política y literatura. Un día me dijo las verdades.

“La verdad es que tú escribes muy bien en los periódicos, pero no dices nada y, como no dices nada, resulta que sólo escribes bonito.”

Yo le dije que esperaba mi oportunidad, que la censura no permitía escribir nada interesante y que mientras hubiese censura o hubiese Franco yo me defendía escribiendo unos reportajes con muchos faralaes, porque era el tiempo de los faralaes y folclóricas, porque de algo había que vivir y yo me resistía a escribir a favor del sistema. Creo que lo mío quedó claro, pero la verdad es que ya nunca volveríamos a ser tan amigos como habíamos sido. Y el caso es que no me apetecía nada empezar a buscar otra pensión.

“No seas gilipollas”, me dijo Piedita, la señorita de la calle.

“Tú te vienes conmigo y yo me encargo de buscarte otra pensión, que en Madrid lo que sobra son pensiones.”

Y una noche amontonamos nuestros chismes en la vespa de la señorita y cruzamos todo Madrid, hasta Ventas, por donde estaba la pensión a la que yo, por cierto, no tenía ninguna gana de ir. Franco le había dado también a aquel grupo financiero todos los negocios con Hispanoamérica. Yo hacía crónica de pintura en alguna revista culta, que pagaban menos, pero eso me parecía más digno que seguir como cronista de folclóricas con la máquina de fotos alquilada. Porque yo tenía máquina propia. Cuando vine a Madrid alquilé una máquina de escribir, que me parecía lo más urgente, pero luego aprendí que lo único urgente era la de fotos, porque aquí en Madrid todo el mundo busca la foto y de nada vale ir a una fiesta de clase para salir retratada con un ministro si al día siguiente no te sacaba Pueblo en primera. Son cosas del oficio que sólo se aprenden sobre la marcha. Yo había despreciado siempre a los fotógrafos. Sólo respetaba un poco a esos viejos fotógrafos de mandilón que retrataban al soldado y la criada a la puerta del Retiro. Pronto se murieron todos, algunos antes que el Caudillo. Ya digo que cuando yo llegué a Madrid no era buen momento. A un fotógrafo colega lo casamos en Claudio Coello unos días antes de que entre la ETA y la CIA volasen a Carrero.

El Real Madrid estaba como nunca, Gento no paraba de meter goles, pero, todavía muy joven, murió de infarto, creo que era Gento, a lo mejor era otro. Hacíamos mucho fútbol y a la señorita Piedita la pagaban mejor cada día. O cada noche, para ser más exactos, de modo que me compré al fin una máquina de fotos Nikon, toda nuevecita, y empecé a triunfar en la vida madrileña, porque con una buena foto y un kilo de diapositivas lo tenías todo hecho en Madrid.

Había más dinero en la ciudad, eso se notaba en las colas de la Gran Vía. Se podía pillar una pasta con cualquier chapuza y luego te ibas al baile/bolera, enfrente de las quinielas, y a lo mejor te salía una chai a modo. El peligro de la chai era que te la encontrases en la cama con un señor de Navarra que había venido a ver a Gento, y otra vez a cambiar de pensión y a retratar ministros en San Sebastián, por el verano. A Piedita no volví a verla desde que nos despidieron de la pensión. Por entonces, yo había renunciado ya a escribir desde que el opositor segoviano me llamó fascista por retratar folclóricas, y desde que descubrí que con una Nikon eras alguien en cualquier parte y con unas cuartillas llenas de metáforas y plagios no eras nada. Empecé a trabajar por mi cuenta, que se ganaba más, y la buena prosa, que se dice, la dejé tirada para siempre, como una braga de la señorita Piedita que en gloria esté. La última cena nos la pegamos en el cementerio después de trabajar duro el Día de Difuntos, que los difuntos dejan más que las supervedettes, pero yo, ya digo, y han pasado años, llegué a Madrid en mal momento.

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