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No descubro ningún secreto (aunque a ratos pueda parecerlo) afirmando que hay mucha, muchísima literatura del pasado viva y que en consecuencia ningún buen lector —y no hablemos ya de personas cultas—, por mucho que le interese la obra de su tiempo, ha de dejar de hacer excursiones, según sus gustos e interés, a la creación y a los autores del pasado. A menudo —por qué no decirlo— más jugosos que muchos de hoy. Tales excursiones, bien escogidas y guiadas, resultan casi siempre gratas y muy provechosas.

Probablemente Josep Pla (1897-1981) no necesite aún de ese exordio, pero no viene mal tenerlo en cuenta. Yo no he sido nunca un devoto de Pla, y las obras que conozco suyas —dentro de una obra total enorme— me habían gustado sin excesos. Hablo, y cito según mi recuerdo, de Santiago Rusiñol y su época (la primera que leí por devoción al Rusiñol personaje y pintor), Madrid, 1921, La calle estrecha o Lo infinitamente pequeño, además de no pocos artículos, muchos de los cuales Pla escribía en castellano pane lucrando, pues nunca consideró el castellano, pese a usarlo mucho, como su lengua de escritura. Sí, digo libros que me habían interesado sin entusiasmo y que por ello, desde hacía unos cuantos años, no revisitaba a Pla. No hace mucho, hablando con un amigo del gusto por los diarios o dietarios personales (por regla general poco íntimos en España) salió a relucir, como era esperable el nombre de Pla, ya que mucha de la literatura de este ampurdanés, que en su ancianidad jugueteaba al viejo zorro conservador, tiene desde luego un más que evidente trasfondo biográfico, y que con frecuencia (Madrid, 1921, por ejemplo) adopta la forma de diario. Alabé el estilo sutilmente desgalichado de Pla, pero añadí que ese mismo estilo lo prefería en Baroja —al que sí vuelvo con frecuencia— y a quien Pla no ocultó alabanzas. Entonces mi contertulio saltó: “¿Así es que no has leído El cuaderno gris?”. Confesé: “No, aún no lo he leído. Lo compré algunos años después de la muerte del escritor, pero lo he ido dejando”. Mi amigo (devoto del prosista catalán) fue rotundo: “Es quizá lo mejor de Pla. Debes leerlo enseguida, ya verás…”.

Le hice caso, y hace poco (¡qué tarde!) he leído el famoso dietario de Pla en la traducción célebre en su momento de Dionisio Ridruejo, al que como declara ayudó su mujer, catalana, Gloria Ros. El dietario es grande, singular y enjundioso, y aunque yo no sepa decir si es la mejor obra de Pla, entre lo que conozco suyo, sin duda es la que tiene mayor vocación de grandeza. La curiosidad radica en que Pla escribe un minucioso dietario de 1918 y 1919, años lejanos y juveniles, en 1966. Hoy sabemos que las notas antiguas de que pudo valerse son escasas y más bien cortas. Es decir, que Pla (como tantos diaristas) hizo un minucioso trabajo de reconstrucción. En cierto modo, y salvando distancias, su En busca del tiempo perdido. La buena y cuidada traducción de Ridruejo —pese a algún claro catalanismo— salió en 1975, al filo de la muerte del traductor, que no pudo revisarla del todo. ¿Me gustó El cuaderno gris, tan recomendado? Sí, pero sin entusiasmo, se ve que uno es constante en sus manías. Está pulcra y detalladamente escrito (quizá para salvar muchos localismos de la época) pero sus virtudes, evidentes, son también para mí sus defectos. La cuidada prolijidad de una vida gris, posee momentos muy bellos y otros reiterativos (descripción morosa de paisajes, verbigracia) y habiendo muchos apuntes psicológicos, es curioso, sigue faltando intimidad. Los españoles, no importa de qué parte, tenemos tirria al propio desnudo, tenemos un raro y antiguo pudor, del que Pla tampoco se salvó por entero. De otro lado el protagonista tiene 21 y 22 años en el libro (en el instante en que habla de sí mismo y de lo que le rodea) pero sus meditaciones y apuntes, muy mayoritariamente, carecen de ese sabor de edad. Es imposible no percibir que quien escribe —o corrige o pule— anda por los 60 años ya, y su visión de la vida no es ni puede ser juvenil, y de ese modo, lo que indudablemente se gana en calidad, se pierde en verismo y frescura.

El estilo además es menos desgalichado y espontáneo, que lo habitual en Pla (y hablo de un descuido positivo) de manera tal que la frase más redondeada y retórica, más cuidada en suma, no suena necesariamente a mejor. Quien ame el estudio de la menudencia, disfrutará con este dietario; el que busque manjares con más cuerpo, con más especias, sentirá que El cuaderno gris (un buen libro, sin duda) acaso ganase con menos páginas. En la edición que yo he leído —Destino, 1981— tiene 669 páginas, incluyendo el muy breve prólogo del admirado traductor. A ratos he disfrutado leyendo —y conste que soy devoto de lo que ahora se llama “literatura del yo”— y a ratos todo me ha resultado fino y poco. Buena literatura, pero no gran literatura. Cierto que, pese a los esmeros de Ridruejo, en catalán tendrá a buen seguro más pegada, aunque creo que sólo lingüística. ¿No mereció la pena el viaje a El cuaderno gris? Por supuesto que la ha merecido. No es un libro cualquiera, eso es obvio. Pero la excursión (importante) no me hace cambiar lo que pensaba de Pla. Gana en lo vulgar, relumbra en la distancia corta. No es Baroja. Ni, desde luego, Proust.

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