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Neoplasias colorrectales difíciles de detectar

JANO.es y agencias · 07 marzo 2008

Un estudio norteamericano ha estudiado la prevalencia y pronóstico de lesiones planas no polipoides que difícilmente son detectadas mediante colonoscopia

El Quijote, que por obra del aniversario que celebramos figura desde hace meses en las listas de libros más vendidos, es sin lugar a dudas también la historia de un lector. Un lector que a lo largo de los siglos no ha dejado de generar lecturas. Las que, al parecer, estos días han llevado a los responsables culturales a suponer que su actual éxito servirá para incrementar los hábitos lectores. Son muchos los personajes aficionados a la lectura que encontramos en la novela de Cervantes, además de ese lector voraz e insaciable que es su protagonista.

Por lo que atañe a los libros y a la lectura, el capítulo XXXII de la primera parte del Quijote resulta paradigmático. En él Cervantes pasa revista a los gustos de los lectores de las novelas de caballerías que se encuentran en venta, aunque a decir verdad no son lectores sino oyentes, escuchantes atentos a quien lee. Al ventero Juan Palomeque, por ejemplo, le fascinan en especial los episodios de acción violenta; a Maritornes le parecen cosa de mieles las escenas de amor subidillas de tono; a la hija del ventero la hacen llorar las lamentaciones amorosas de los caballeros. Cervantes, en consecuencia, señala que las mujeres iletradas —también las que no lo son— se inclinan por la literatura amorosa; en cambio los hombres prefieren la de acción, un aspecto ligado a la sociología literaria que igualmente se constata en los siglos XIX y XX, mientras que en el XXI es posible que la cultura de masas tienda a igualar los gustos de hombres y mujeres en favor de best-sellers que combinan acción trepidante y pasión amorosa.

Es en ese capítulo XXXII donde Cervantes le hace decir al ventero algo que después también creerá a pies juntillas Madame Bovary: “Que las historias que andan impresas con licencia de los señores del consejo real” tienen que ser verdaderas, “porque ellos no consentirían que se dieran a la luz mentiras y falsedades”. Emma Bovary confió su educación sentimental a los folletines románticos que ofrecían a las mujeres unas pautas determinadas para conseguir la felicidad basada en el amor, única expectativa de realización personal. En su búsqueda del amor como absoluto, chocó la pobre madame con la realidad, al igual que don Quijote al intentar plasmar unos ideales utópicos, sin darse cuenta de que el sentido de la utopía consiste en la imposibilidad de su realización. La influencia de los libros resulta perniciosa en los dos personajes porque en ambos ha sido excluyente, compulsiva y crédula. Por el contrario, como asegura Juan Palomeque, una lectura interesada y gustosa, pero no obsesiva, puede obrar el milagro “de que nos quite mil canas”, eso es, que nos haga olvidar las preocupaciones, sinsabores y penas viviendo otras vidas, habitando otros lugares distintos de cuantos nosotros, sin que medie libro por medio, seríamos incapaces de imaginar. Pero a la vez nos permite rejuvenecer, nos devuelve a la edad de la inocencia en la que la muerte no existe. Esa opinión del ventero, tan atinada, se la atribuye también él a los segadores y otros huéspedes que en verano se congregan en la venta y pasan las horas de descanso deleitándose en oír leer.

Oír leer u oír contar da lo mismo; la voz de quien relata sigue sonando como la voz de Scherezade, que se libra de la muerte devanando una historia diferente cada noche, segura de que mientras cuente no morirá. De Scherezade, maga entre las magas, habla en su última novela la mejor escritora de las letras brasileñas de todos los tiempos, Nélida Piñón, un nombre que suena para un merecidísimo Nobel. Nélida Piñón sabe que leyendo, o contando, como la protagonista de su historia, estamos a salvo. Descubrí esa certeza a los ocho o nueve años el día que mi padre me leyó la Sonatina de Rubén Darío. Fue en aquel momento cuando decidí que aprendería a leer, pues hasta entonces las monjas me daban por un caso perdido. Pero en cuanto supe leer, al observar mi voracidad lectora, mi padre cerró la biblioteca con llave. Casi al mismo tiempo que me incitó al placer de la lectura, me lo prohibió. A estas alturas no me parece un mal método. De manera que cuando me preguntan: “¿que haría usted para que la gente leyera más?” Suelo contestar: “prohibir la lectura. Desde que me prohibieron leer, ni un solo día de mi vida he dejado de hacerlo”. “Se me quitan mil canas”, como aseguraba el ventero, y me siento rejuvenecer escuchando con los ojos a los muertos y dialogando con los textos de vivos o difuntos. Por eso creo que, si tuviera que elegir entre escribir o leer, escogería leer con la seguridad de no equivocarme y la convicción de que, mientras leo, la muerte pasará de largo.

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