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JANO.es · 28 abril 2008

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Medía casi dos metros y pesaba 135 kilos. Su aspecto, original y extravagante, acorde con su personalidad, no dejó indiferente a nadie. Tuvo tres grandes pasiones: el arte, la política y las mujeres; pero siempre antepuso el arte a las otras dos. Su obra estuvo repleta de contradicciones, conflictos, colorido, grandeza..., igual que su vida. Fue un comunista contratado por capitalistas, un pésimo compañero sentimental sobrado de mujeres, un ateo declarado creyente y un burgués a favor de la revolución campesina.

Famoso por su carácter controvertido, Diego Rivera (1886- 1957), supo aprovechar a la perfección su popularidad para mostrar al mundo, a través de su obra, sus ideales políticos y sociales. Siempre se le ha considerado comunista; adoptó, también, ideas zapatistas, nacionalistas, leninistas, estalinistas, antiimperialistas, trotskistas..., pero, más bien, respondió a un individualismo anárquico y revolucionario que le influyó tanto en sus actuaciones políticas como en las artísticas y sentimentales.

A pesar de todas las polémicas que suelen acompañar al nombre de Diego Rivera, fue su contribución a la creación de un arte nacional en México, basado en las raíces indígenas y populares y exento de influencias extranjeras, lo que le consagró como uno de los pintores más relevantes del siglo XX; por primera vezse dejaron a un lado las representaciones de dioses, reyes, santos, generales, ángeles y emperadores para convertir a la masa obrera y campesina en la auténtica protagonista del nuevo arte mexicano y a sus componentes en los verdaderos héroes de la revolución.

Rivera vanguardista

En México dicen que la madre de Diego Rivera felicitaba a su hijo, en vez de regañarle, cuando de pequeño pintarrajeaba el suelo, las paredes o los muebles. Cierto o no, la verdad es que, desde muy joven, mostró una gran facilidad para las artes plásticas. Fue precisamente esta precocidad la que hizo que, antes de la edad permitida –con sólo diez años– y falseando su fecha de nacimiento, fuera admitido en la Escuela Nacional de Bellas Artes; allí comenzó a tomar clases vespertinas y a recibir lecciones de unos maestros que, con pocas excepciones, recordaría como mediocres, pedantes, flojos y melindrosamente dictatoriales.

En 1907 recibió una beca para viajar a Europa y completar su formación; encajó de manera excepcional en los ambientes bohemios de Madrid y París donde, además de estudiar a los grandesmaestros del Prado y el Louvre, conoció a sus compañeros de generación Pablo Picasso, Ramón María del Valle-Inclán, Piet Mondrian, Georges Braque o Ramón Gómez de la Serna; este último le dedicó un capítulo titulado “Riverismo” dentro del libro Ismos, en el que manifestaba su admiración por el pintor mexicano que, anteriormente, le había hecho un retrato cubista.

Hasta su regreso a México, en 1916, Rivera alternó su residencia entre España, Francia y México. La mujer del pozo (1913) es, probablemente, la obra que mejor resume las influencias recibidas de las vanguardias pictóricas europeas durante este período de aprendizaje. El lienzo combina el tratamiento geométrico de las formas propio del cubismo, la descomposición del movimiento que caracterizó el futurismo y el peculiar colorido que, posteriormente, identificará toda la pintura riveriana.

Una nueva identidad

Al regreso de su aprendizaje por Europa, Rivera encontró en su país un panorama absolutamente desesperanzador para un pintor; la tradición no había sido capaz de proporcionar un arte capaz de plasmar el verdadero sentir de un pueblo marcado por las invasiones. Las obras artísticas mexicanas del siglo XIX tienen un tufo a extranjerismo, a sociedad feudal, a dictadura...; muestran una nación débil sometida a los planes políticos de potencias dominantes, vislumbran el principio de una industrialización y un desarrollo social que desembocó en la revolución política y cultural de 1910.

Al finalizar la fase armada de la revolución, surgió la inminente necesidad de crear un arte que cohesionara a la heterogénea sociedad mexicana. Se desarrolló, con el apoyo del nuevo gobierno, un ambicioso proyecto de difusión cultural, que incluía la financiación de murales en edificios públicos. La iniciativa fue apoyada por importantes pintores –José Clemente Orozco o David Alfaro Siqueiros, entre otros– y, especialmente, por Diego Rivera que aprovechó este panorama para crear un nuevo arte estatal.

Murales como los del Palacio Nacional (1929-1951), en los que ensalza las raíces indígenas y populares a través de la representación de capítulos de la historia de México, o los de la Universidad Autónoma Chapingo (1923-1945), en los que aboga por una nueva valoración de la clase campesina en la que se explote la tierra y no al hombre, son algunas de las obras con las que Rivera consiguió dotar de una nueva identidad al pueblo mexicano.

Cincuenta años de Rivera... y cien de Frida

Les llamaban el elefante y la paloma. Sus diferencias físicas –veinte años, veinte kilos y veinte centímetros– no fueron un obstáculo para su relación. Se casaron, por primera vez, en 1929 cuando Rivera ya había vivido media vida –éste fue su tercer matrimonio–, recorrido toda Europa y afianzado su prestigio como pintor. Frida Kahlo (1907-1954), sin embargo, era una estudiante que daba sus primeros pasos en el mundo del arte, marcada por las continuas enfermedades, operaciones, lesiones y accidentes. Se quisieron lo mismo que se odiaron y vivieron tan felices como atormentados, pero les unió, precisamente, lo más importante para los dos: el arte y la política. Él, enorme, barrigón, con cabeza de sapo –según la propia Frida– y ella, pequeña, débil y enferma de por vida formaron una de las parejas más famosas de México; tanto es así que sus autorretratos aparecerán, a partir de 2009, en los nuevos billetes mexicanos de 500 pesos para conmemorar los aniversarios de ambos artistas.

La muerte de Rivera se produjo hace cincuenta años y, paradójicamente, el nacimiento de Frida hace cien. Si ya es difícil prescindir de uno al hablar del otro –y viceversa–, esta coincidencia lo hace prácticamente imposible. Cualquier aniversario de la muerte del pintor mexicano más importante del siglo XX conmemora, también, el nacimiento de la pintora mexicana más conocida en todo el mundo.

Pintor de arquetipos

Desde siempre, los pintores han dedicado sus retratos a aquellos que, de una u otra forma, tuvieron importancia en su vida: mecenas, compañeros, modelos o, simplemente, personas que propiciaron su admiración como La molendera (1924), Cargador de flores (1934), Bañista de Tehuantepec (1923), Vendedora de pinoles (1936) o Los hijos de mi compadre (1930). Diego Rivera compaginó, en todo momento, su trabajo como muralista con la pintura de caballete, convirtiéndola en su complemento ideal. De esta forma, los integrantes de esa nueva sociedad, que plasmó en los grandes frescos, fueron analizados y retratados, individualmente, en obras de menor tamaño. Campesinos y trabajadores, hombres, mujeres y niños indígenas, protagonistas anónimos de la lucha de clases, fueron los principales temas del pintor que contribuyó, así, a establecer y exportar al extranjero la nueva imagen y representación de su país.

Estas obras, con toda probabilidad las más sinceras de Diego Rivera, de una belleza absolutamente estudiada y detallada, fueron relegadas a un segundo plano por la popularidad que adquirieron sus famosos murales; no obstante, descubrieron al mundo cómo eran los mexicanos, sus rasgos, sus vestimentas, sus trabajos, etc., de la misma forma que los grandes murales mostraron la historia, política y cultural, del país.

Fue un comunista contratado por capitalistas, un pésimo compañero sentimental sobrado de mujeres, un ateo declarado creyente y un burgués a favor de la revolución campesina.

Él, enorme, barrigón, con cabeza de sapo –según la propia Frida– y ella, pequeña, débil y enferma de por vida formaron una de las parejas más famosas de México.

La polémica y el mito

Tras el éxito del muralismo mexicano, Rivera recibió numerosos encargos desde Estados Unidos; uno de ellos desató la polémica más importante de su vida. Fue contratado por la familia Rockefeller para decorar el rascacielos más emblemático y símbolo de la economía capitalista estadounidense, el RCA del Rockefeller Center de Nueva York; y, allí, pintó a Lenin. El mural, titulado El hombre en la encrucijada (1934), fue elogiado como obra maestra por la crítica de arte hasta que la familia comitente reconoció el rostro del líder soviético. “¿Cómo voy a hacer para que estos capitalistas vengan todos los días a trabajar, salgan del ascensor y se encuentren con Lenin cada mañana?” Con estas palabras, John D. Rockefeller Jr. intentó, sin éxito, que Rivera rectificara. La acaudalada familia ordenó, entonces, el pago y despido del autor para destruir el mural de la forma más provocativa posible. A martillazos.

El escándalo tuvo tal repercusión que convirtió a Rivera en un mito; se situó en el centro de la actualidad artística y política, consiguió la readmisión en el Partido Comunista Mexicano –del que fue expulsado por aceptar encargos de empresarios capitalistas– y se consagró como líder del Movimiento Muralista Mexicano, que ya encabezaba desde la década de 1920.

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