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JANO.es y agencias · 20 mayo 2008

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He viajado en dos ocasiones a Marruecos, la primera siendo estudiante, a finales de los años sesenta, en una escapada desde Málaga, donde estaba haciendo un curso de verano. Llegué en el trasbordador, desde Algeciras, junto con otros compañeros y un desvencijado “Dos Caballos” en el que pensábamos recorrer la parte del país que nuestros ahorros, pocos, dieran de sí. Emprendimos camino hacia Marrakech, de cuya belleza todos habíamos oído hablar. Pero nuestras economías precarias nos impidieron llegar. Sólo pudimos bajar hasta Meknés y tuvimos que regresar. Nos perdimos Marrakech y sus encantadores de serpientes, con los que todos soñábamos, apostando sobre quién de nosotros sería capaz de dejarse retratar con una serpiente enroscada al cuello. Sin embargo, a mí lo que verdaderamente me atraía era escuchar a los contadores de historias, los juglares que gracias a la entonación eran capaces de transmitir miedo, alegría o dolor, aunque no entendieras la lengua en la que hablaban.

Con el dinero justo para la gasolina y los billetes de vuelta, no nos quedó más remedio que ayunar el último día. Los anteriores dormimos en pensiones de mala muerte, todos en el mismo cuarto y comimos en los puestos callejeros más humildes. En mi caso, no en el de mis amigos, era mi primer viaje sin familia, en una escapada clandestina y que sabía prohibida, puesto que era menor de edad y no había pedido permiso a mis padres que vivían en Mallorca y que —rígidos como eran— no me lo hubieran dado. Quizá por eso la sensación de libertad y de aventura era enorme y todo me parecía maravillosamente extraordinario: los olores mezclados de las medinas, los colores de las especias en los mercados, el aire cálido de la noche perfumada de jazmín y la gran luna de agosto brillando en un cielo alto y purísimo...

Del segundo viaje hace apenas un año. Fui como escritora, invitada por el Instituto Cervantes para dar unas conferencias en las diferentes sedes, Tánger, Tetuán, Rabat y Casablanca. Entablé relación con profesores de la universidad marroquí, con traductores y alumnos de español, participé en un coloquio con otras escritoras en Le Femenin Pluriel e hice amigos. Algo que para mí es todavía más importante puesto que los países valen por sus gentes y ningún paisaje, por bello, singular o extraordinario que sea resulta superior a un rostro humano. Me fijé, en consecuencia, en los ojos de los niños mucho más abiertos y brillantes que los de los de aquí. Quizá porque nuestros niños tienen cuanto desean no miran el entorno con atención, azuzados por la necesidad o la simple curiosidad, como vi que observaban la mayoría de niños marroquíes, no sólo los más pobres, los que se me acercaban pidiendo chicles o bolígrafos, sino los que salían en manada de un colegio a las cinco de la tarde, vestidos de uniforme.

En Marruecos me sentí como en casa. No sólo por la proximidad geográfica, sino porque los marroquíes y los españoles somos primos hermanos. Y esa proximidad incluso me asustó. Temí que al doblar la esquina de cualquier calle, en Tánger, en Tetuán, en Rabat o en Casablanca me encontraría con mi doble. Una leyenda de Mallorca cuenta que, cuando eso ocurre, es que te has tropezado con la muerte que te viene a buscar. Pero en Marruecos pude comprobar que no es así, que la leyenda puede variar: cuando te encuentras con tu doble quiere decir que te reconoces en el otro y al reconocerte te identificas con él. Muy a menudo los españoles olvidamos hasta qué punto una convivencia de siglos con los musulmanes nos ha dejado vestigios que incluso hoy son evidentes, y no me refiero sólo a las marcas lingüísticas del sustrato árabe, presentes en el castellano usual. Esas palabras que en la vida cotidiana empleamos a diario y que se refieren al ajuar (albornoz, almohada), a las hortalizas (alcachofa, berenjena, alubias), a los árboles (almez, acebuche), a productos tan importantes como el algodón, el azúcar o el azafrán, pasando por flores (azahar, azucena), determinados guisos, como las albóndigas, o profesiones, como la de albañil, hasta términos de apariencia tan castiza como fulano o tarea... Me refiero a costumbres que, por desgracia, se van perdiendo, como la hospitalidad o la generosidad con los invitados o los huéspedes a los que nuestros padres ofrecían siempre lo mejor y a la vez el modo indirecto de aludir a lo desagradable, buscando una excusa o un subterfugio, como ocurría, por lo menos en Mallorca, que fue en la Edad Media sólo tierra de moros hasta que Jaime I la conquistó en 1229 y luego de convivencia entre moros y cristianos.

En Marruecos rescaté olores, sabores, sonidos y colores de mi infancia mallorquina. Aspectos que aún están vivos en Marruecos y que en Mallorca, arrastrados por un mal entendido cosmopolitismo, han ido desapareciendo y decidí que tenía que volver lo antes posible a recuperar todo eso. Ando buscando, pues, la calma necesaria para propiciar un tercer encuentro, con la ilusión de que entonces no sea yo quien escoja Marruecos sino que sea Marruecos el que me escoja a mí.

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