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JANO.es y agencias · 11 diciembre 2007

Médicos de familia alertan sobre crisis emocionales por ausencias o por malas relaciones familiares y sobre los trastornos físicos derivados de los excesos de comida

Uno de los tópicos más flagrantes sobre las relaciones hombre- mujer establece que, en el juego de la seducción, el humor es un arma letal. Muchas mujeres afirman, sin pudor alguno, que lo que más les gusta de un hombre es que las haga reír. A veces se da la circunstancia de que alguna famosa y atractiva actriz casada con un famoso y atractivo actor confiesa que se enamoró porque la hacía reír, olvidando que, en este caso, es probable que la risa fuera la guinda a un pastel ya de por sí apetecible. La primera vez que escuché semejante frase, salté de alegría, porque, hasta entonces, creía que lo importante para relacionarte con los demás (del sexo que fuera) era ser guapo, poderoso y rico, Como yo no era ninguna de las tres cosas, pensé que podía salir adelante y apañármelas gracias a la famosa y risueña máxima. Así que me entrené: practiqué múltiples atajos cómicos, afilé al máximo mi sentido de la ironía, aprendí de memoria multitud de chistes y me dispuse a poner en práctica todo mi supuesto arsenal de comicidad. Les ahorraré los detalles escabrosos, pero no la conclusión a que llegué: fue un desastre. No niego que, en efecto, algunas mujeres valoren la risa como un elemento de comunicación crucial para sentirse predispuestas a entenderse más y mejor, pero, en general, me temo que, en lo que a seducción se refiere, la risa tiene, dentro del escalafón de valores, una importancia irrelevante.

Pero, en contrapartida, sí descubrí los efectos saludables de la risa, sobre todo entre aquellos que creyeron que con la risa podrían acercarse más a determinadas personas y luego descubrieron que nanay. La risa bien entendida, pues, debe empezar por uno mismo. Reírse de lo inútil que resulta reírse, por ejemplo, es tremendamente saludable, ya que nos acerca a aquellas actividades humanas sin ánimo de lucro, a fondo perdido. Thomas Szasz, sabio irreverente y autor de ensayos tan recomendables como transgresores, dejó dicho: “Cuando alguien es incapaz de reírse de sí mismo, ha llegado el momento de que otros se rían de él”. Es un consejo profundo, que nos obliga a una higiénica gimnasia: dedicar unos minutos del día a reírnos de nosotros mismos para relativizar nuestros aciertos y nuestros errores y, de paso, para desactivar cualquier tentación de narcisismo o egocentrismo. Tan importante como andar media hora a paso ligero para activar los mecanismos cardiovasculares, tan necesario como mantener una buena higiene bucodental, es practicar la risa.

Personalmente, admito que prefiero la risa íntima. No me siento tan cómodo en esas cenas en las que, entre café descafeinado y chupito de Magno, la gente se parte el pecho contando chistes de gangosos, de Lepe o de gangosos de Lepe. Admito que estos festivales de carcajadas también resultan útiles, pero prefiero la risa que te asalta cuando menos lo esperas, la risa que tiene que ver con algo que piensas, con un destello de lucidez, con un fugaz arranque de autocrítica o como consecuencia de la observación de cualquiera de las muchas oportunidades que te da la vida de comprobar hasta qué punto somos absurdos. Tampoco me considero apto para participar en esas sesiones de risoterapia en las que, al principio, cuesta distinguir el énfasis de la naturalidad. Es un problema mío, que conste: si te reúnes para reír casi por obligación, maldita la gracia.

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