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DIABETES

Seis regiones del genoma asociadas a la diabetes tipo 2

JANO.es · 31 marzo 2008

Un metaanálisis publicado en "Nature Genetics" por un consorcio internacional ha identificado esas regiones fuertemente asociadas a la enfermedad

Dan toda la pereza del mundo, y no se sabe por qué; no son tareas terribles, ni agotadoras, ni requieren demasiada atención. Se acumulan en la lista de propósitos y prioridades, y como la esperanza en la caja de Pandora, quedan ocultas en el fondo. Si nos despistamos, la caja se cierra, se termina el fin de semana, el verano, y allí siguen las cosas sin hacer. Las postales de Navidad quedan sin contestar hasta que la primavera las hace absurdas, la ropa de entretiempo cuelga, como ahorcada, a la espera de un planchado, las páginas web no se actualizan, las agendas de teléfonos revientan de tantos nombres agregados en pegatinas, y los periódicos que se juró recortar y tirar se desploman por las sillas, entre bostezos de noticias.

Ya se cortará el césped, se ordenarán los discos, se llamará a la tía, se irá a ver al bebé de los amigos, organizaremos esa cenita… se dice con autoridad, incluso con cierta ilusión provocada por el momento, por la necesidad de sentirse respetado y correcto, porque es necesario que el césped se renueve, y es de persona ordenada organizar la música, y la tía se está quedando sorda y muy sola, y realmente hubo una alegría sincera cuando el bebé nació, y la cena de amigos, sin ninguna duda, resultaría divertida. No se hace. No nos suelen guardar rencor por ello. Forma parte de esas mentiras sociales, no muy grandes, que palidecen ante las que la empresa, o la familia, o la vida obliga a formular. No parecen importantes.

Mi preferida, mi muy temida, es un tarea clásica, eterna como la de Sísifo, e igual de insatisfactoria: desde hace muchas cámaras, mis fotografías aguardan a que las ordene en álbumes y etapas. Cada cierto tiempo prometo hacerlo; debajo de los armarios las enormes cajas, y me pierdo en detalles neuróticos: nunca sé si marcar los montones de fotos por orden cronológico, por personas, por temas. Los negativos, esos fantasmas que aguardan a ser revelados, estorban siempre, y piden coherencia antes de desaparecer definitivamente. Sin embargo, sé que no son esos matices los que me hacen cerrar de nuevo las cajas y subirlas a los altillos: es el pasado, es la verdad irreparable que esconden las imágenes.

Hay retratos de abuelos ya desaparecidos, de amigos cuyos nombres no puedo recordar, aunque sí su signo del zodíaco, o su comida preferida. Ausencias, porque nunca hubo una cámara cerca para determinada persona, o en un momento irrepetible. Ampliaciones de escenas que se creyeron importantes, y que ahora no atraen un pensamiento. Vestidos heredados que nunca debimos vestir, la certeza de que fuimos bonitas y no supimos verlo, u horrendas y cómo es que los demás se callaban ante ello. La memoria dulcifica y selecciona. Las imágenes no lo hacen. No sienten, no padecen. Se limitan a hacer padecer. Acechan, respiran. No sienten.

Las fotos mienten porque hacen creer que fueron objetivas y sabemos que ocultaban versiones y voces. Que la amistad podía fingirse con una pose y una posición determinada, y que el amor real podía quedar paralizado y simple en una instantánea de boda. Que el fondo para un picnic era idílico, sin hormigas, ni moscas, ni olor a arroyo estancado. Resulta necesario un gran esfuerzo para que una fotografía cuente la verdad, como sabían Diane Arbus, o Richard Avedon, o Brassai. Para el resto de los que nos colgamos una cámara al cuello todo se limita a la superficie, a una sonrisa con aviso (uno, dos, tres) o con palabra mágica (patata, cheese) para mantenernos entretenidos cuando llega el momento del clic.

Antes se pensaba que robaban el alma. Nada podía estar en dos lugares a la vez, y además, no era justo que la imagen no se alterara, y que la realidad continuara cambiando, envejeciendo. Nunca fuimos tan bellos, ni tan felices, ni tan tiernos, ni tan espeluznantes, como en nuestras fotografías. De manera que yo fotografío objetos, que tampoco envejecen, o a mis gatas, que poseen otro objetivo fijo y paralizado en sus ojos, y dejo mientras tanto que aquellas que podrían servirme de espejo acumulen polvo y desidia en sus cajas. Esas “yo” que guardan ya están muertas.

A veces, cuando me hablan de las cenas nunca organizadas, de las ropas que llegan antes al trapero que a la ansiada ordenación, pienso en la forma en que la pereza nos defiende y nos protege de lo que creemos inofensivo y dista mucho, en realidad, de serlo. Si no fuera por esa bendita postergación, si lo horrible y lo que nos enfrenta a lo mezquino y la mortalidad tuviera que ser resuelto sin dilación ni excusas, se cubrirían de amargura esos veranos, esas navidades, esas tardes perezosas en las que tendríamos que, habría que, y si hoy…

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