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OTORRINOLARINGOLOGÍA

Sordera, la enfermedad congénita más frecuente

JANO.es y agencias · 13 noviembre 2007

La otorrinolaringóloga del Hospital Casa de Salud, de Valencia, Amparo Platero, declara que en la actualidad casi la totalidad de casos tiene solución

“Es imposible regresar a nada, pero hay que regresar para saberlo”, sentenció el poeta Carlos Pujol. Pero el escritor Julio Ramón Ribeyro, mi compatriota, regresó a la ciudad de Lima de su juventud, fue absolutamente feliz durante los cuatro años que allí vivió —conoció incluso el amor que tantas ciudades europeas y un matrimonio sin sentido en París dejaron totalmente fuera de su alcance, sueños incluidos—, y sin embargo escribió: “Jamás regreses a la ciudad en que fuiste feliz ni a la mujer que amaste”.

La frase suena incluso lógica, pero en cambio resulta verdaderamente absurdo que aquellas palabras las escribiera antes de regresar al Perú al cabo de décadas y tras haber sobrevivido a un cáncer que llevó a cuanto cirujano y especialista lo trató, incluso a darlo por clínicamente muerto. Fui testigo de ello y, además, el azar hizo que años después conociera yo en París a un médico que se quedó frío al saber por mí que aquel escritor peruano de apellido Ribeyro, cuya muerte certificaba, estaba vivito y coleando, era mi gran amigo y embajador del Perú ante la UNESCO, en París, que sí, que sí, y empezaba a ahorrar el dinerillo que le permitió comprar en un malecón limeño un dúplex frente al mar con su terraza, con su catalejo, con muchos cartones de cigarrillos y con excelentes vinos de Burdeos.

Fui testigo de todo esto en 1995, en que la viuda de Julio Ramón Ribeyro me permitió pasar un invierno en aquel pequeño dúplex de envidiable situación —cuelga casi sobre los acantilados de un distrito llamado nada menos que Barranco— pocos meses después de la muerte de aquel muerto en vida, de aquel fumador empedernido, cuyo relato más conmovedor, suicida y travieso, todo al mismo tiempo, se titula precisamente Sólo para fumadores.

Hoy, por supuesto, lo del tabaco ya no se lleva, que diría Francisco Umbral, pero Ribeyro era hombre anterior a esta actualidad sana y favorable a la salud que toda persona en sus cinco sentidos acepta no sólo como razonable sino como indispensable. El mundo en el que el célebre escritor y fumador peruano vivió su educación sentimental fue el del cine negro norteamericano en blanco y negro. Incluso el tabaco era negro en la Lima de su infancia y no hubo un solo gran actor u actriz que no fumara. Y que no fumara mucho, a medida que hacía gala de su talento. En Lima, en la Lima en que yo fui muchacho diez años después que Ribeyro, no sólo los actores de cine fumaban: también fumaban los actores de teatro y en plena representación. Aún a mí me tocó ver cómo, según su estado de ánimo, encendían o apagaban mejor o peor sus cigarrillos y los escenarios apestaban a pucho —a colilla— cuando caía el telón.

Muy lejos de su casa, en las afueras de París, sin metro ni taxis, por entonces, se hallaba aquel centro de rehabilitación donde fue a parar Ribeyro después de dos atroces operaciones, con muchos órganos extirpados y los pulmones completamente chamuscados. Un embajador del Perú tuvo la bondad de cederme su automóvil pera que me acercara hasta allá con la esposa de Ribeyro y su pequeño hijo. Rechazaba cuanto alimento sólido o líquido se le daba y pesaba 39 kilos con una estatura normal.

Una mañana avanzó con mi ayuda hasta una ventana y vio que unos obreros fumaban y tomaban algún tintorro en una pausa. Acto seguido, me pidió que le llevara la cubertería de plata de su casa, con el engaño de que con esos cubiertos algo comería, sí. O sea que se los llevé, por extraño que me pareciera todo aquello.

Colocando día a día un cubierto más en el bolsillo de su bata, cuando lo llevaban a pesar, según narró después, engordó lo suficiente para que le dieran el alta y poder fumar y beber sus excelentes Burdeos y abandonarlo todo para volver a la ciudad donde fue feliz, contradiciendo sus propias palabras. Y pues fue requetefeliz, según el habla limeña. Requetefeliz cuatro años seguidos en amores, en vinos, en mares y en cigarrillos. Y falleció el día de su consagración internacional con el Premio Juan Rulfo.

Hoy, claro, nadie le aguantaría sus puchos todo el santo día. Pero él había regresado a la ciudad en que vivió su juventud, a aquella época en que ya no sólo en la pantalla de los cines sino en las calles y plazas de su educación, si uno fumaba, era incluso más alto y buen mozo.

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