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Uso continuo de teclado y lesiones del túnel carpiano

JANO.es · 30 noviembre 2007

Según un estudio sueco publicado en “Arthritis and Rheumatism”, las personas que usan durante mucho tiempo un teclado de ordenador son menos propensas a desarrollar síndrome del túnel carpiano

Leí hace poco en un artículo que los “los libreros de viejo, al fin, son los mejores críticos literarios”. La frase me llamó la atención, aunque enseguida debí decirme que no la entendía, y que probablemente por mor de su afición a los libros antiguos, al autor se le había ido la olla… Desde mi adolescencia he sido bibliófilo y amigo de bibliófilos, y me recuerdo en días aún colegiales husmeando los puestos de la madrileña Cuesta de Moyano. “Bibliófilo” significa llanamente “amigo de los libros”, y ahí entra tanto el vendedor (librero) como el lector. Sin embargo, suele tenerse a los libreros de viejo y a sus clientes como a bibliófilos por excelencia… Pero —y respecto a la frase inicial— hay libreros de viejo cultos y otros notablemente incultos, bien que antaño a ambas disímiles categorías les unía un rasgo común que los profanos no suelen entender del todo: el amor al objeto libro, al olor del papel, a la encuadernación o a las tapas originales. He visto alguna vez a un viejo librero acariciando con mimo una edición singular de 1920, por ejemplo. Daba igual que se tratara de una traducción bellamente ilustrada de Las mil y una noches que de un raro tomo de prosas del raro Hoyos y Vinent, Las hogueras de Castilla. Lo que hacía disfrutar sensualmente al librero no era ni el título ni el autor, era el libro mismo, su materia…

En España la bibliofilia y los libreros de viejo son tan antiguos y es tan peculiar su mundo como en cualquier parte de Europa, pero ahora mismo estamos en un buen momento, si por tal entendemos moderada expansión del negocio, subida de los precios (antaño muy baratos, pero ya raramente cuela) y mayor demanda, esto es, más clientes. ¿Por qué no decirlo? Uno de los primeros prebostes de este auge —incluido el peor de los precios— ha sido mi buen amigo el editor, librero y poeta sevillano Abelardo Linares. Una tarde en Buenos Aires, hace unos años, entré ilusionado en una recóndita librería de viejo y el librero no sin sorna porteña me dijo: ”Ché, no se moleste, amigo. Acaba de pasar por acá Abelardo”… Todo dicho.

A mis amigos libreros de este ilustre gremio (que protegen la literatura de la actual voracidad suicida de las grandes editoriales, que en poco más de un año convierten todos los libros sobrantes en papel) no les suele gustar que yo diga que la división entre “librero de viejo” o “librero anticuario” y “librero de saldo” se impone más cada vez. Pese a que les explico que la distinción no va en demérito de nadie, sino que mira dos facetas distintas y complementarias de la profesión. El librero de saldo es necesario y utilísimo, y pone al alcance del público libros descatalogados, agotados hace años e inexistentes entonces en el mercado. No venderá piezas de lujo, pero da subidas alegrías a quienes llevan tiempo tras un libro que no encuentran en las librerías normales. El librero anticuario (claro que existen puntos intermedios) se dedica a las primeras ediciones, a los libros con dedicatorias de autor y aun —como el inalcanzable Bardón— sólo a las ediciones que van de los siglos XVI al XVIII inclusive. Me cuentan que le llegó a Bardón un día un ejemplar de la escasa y fea primera edición de Don Juan Tenorio, que es una auténtica rareza, pero como era, evidentemente, del XIX, la desdeñó con un “esto se lo regalo” poniéndola en el lote de un cliente (al que conozco) que le había comprado ediciones príncipes de Gracián y de Lope.

Como sabía muy bien Baroja, otro enamorado de los libros viejos, este mundo de los libreros de lance o de lujo, pero antiguos, es muy peculiar y daría para una novela. Y desde luego hay libreros cultos que saben lo que tienen, pero no son menos los que (sabiendo poco) tratan de hacer pasar gato por liebre, sólo porque algún escritor ha rescatado a un olvidado. Yo lo he hecho, por ejemplo, con el frívolo y singular Álvaro Retana. Pero una cosa es sacar a un autor del pozo —también podría decir Andrés González Blanco o Bernabé Herrero, ambos posmodernistas— y otra muy diferente suponer que ese buen rescate para la historia de la literatura convierta a ese prosista o a estos poetas en Daríos o Valle- Inclanes. No hay tal. Pero los libreros de viejo suelen aprovecharse del amor por lo raro y extraviado que, más o menos, poseemos todos los bibliófilos.

Pasión cultural y mortal, la bibliofilia acaso debiera estar protegida, como la cetrería. No faltan libreros con doble instinto de linces y halcones… ¿A qué cliente no ha timado un poco ese librero amigo que busca lo que pides y te quiere horrores, pero que te sopla un precio excesivo? El amor a los libros está lleno de secretos y manías, pero no es algo del pasado (aunque ya floreciese a fines del XIX) sino más bien del futuro. ¿Cuánto costará un manuscrito cuando no los haya, y ya casi no los hay porque todos le damos al ordenador? Los libreros de viejo no son críticos literarios, ni falta que les hace, son extraños y caprichosos enamorados del libro, como quienes somos sus clientes. ¿El precio de un libro antiguo? El que un loco esté dispuesto a pagar por él. Por eso sube a placer.

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