SIDA
Nuevos datos sobre prevención de la transmisión vertical del VIH
JANO.es · 14 noviembre 2007
Añadir una dosis única de una combinación de tenofovir y emtricitabina previene que las embarazadas seropositivas se vuelvan resistentes a la terapia con nevirapina
En Estados Unidos todo es monumental y, si hay un río que se llama Grande, los que lo atravesaron a nado deben alcanzar algún millón. Como principal acceso a la tierra ansiada del norte forman parte de la gran familia de la inmigración ilegal, calculada en 12 millones de personas, a los que el presidente Bush ha intentado conceder papeles.
No era un gesto altruista del inquilino de la Casa Blanca, sino una manera de controlarlos mejor. El que no se portara de acuerdo con los cánones del manual del buen inmigrante, que preparara el equipaje, porque en algún país hispano habría una familia a la espera. La América que no habla inglés es la cantera inacabable de mano de obra. El irlandés, el italiano y el polaco ya no viajan a Estados Unidos con la intención de quedarse. El que ahora asume todos los riesgos de la inmigración es bajito, de piel morena, de pelo negro y su lengua es el pichinglis, un mejunje de español y de inglés, como su propio nombre indica.
Se los necesitaba y así se explica que muchos hayan pasado la vida entera sin que se los descubriera. O no convenía descubrirlos. Llegaron durante su infancia, ejercieron toda clase de trabajos, sin que se tuviera constancia de que existían. Eran masas humanas resignadas a renunciar al sueño americano porque no constaban en ninguna parte.
El presidente Bush anunció su intención de regularlos y en una primera reacción no faltaron los que elogiaron los nobles sentimientos del hombre más poderoso de la Tierra. La atención a Irak y al conjunto de países del eje del mal no le distraía de sus proyectos legislativos para los 12 millones de trabajadores, que no constaban pero que existían. No sólo se les reconocería la existencia, sino que podrían llegar a disponer de la nacionalidad. Pero el proceso, que se había presentado como una obra de contenido angélico, ocultaba intenciones que han sido calificadas de diabólicas.
De entrada, el indocumentado debería regresar a su país y desde allí hacer lo que no hizo la primera vez: solicitar el reingreso con un visado, lo que le obligará a desembolsar 5.000 dólares, lo que para el colectivo supondría un total de 60.000.000.000, sesenta mil millones de dólares, nada más y nada menos. El aspirante a la nacionalidad debería someterse entonces a un proceso de valoración por puntos, en el que la mitad dependería de los empresarios empleadores y la otra mitad de los conocimientos de inglés y de historia norteamericana.
Pero nada de esto será ley. Por excesiva o por insuficiente la rechazaban los senadores y tampoco agradaba a los trabajadores. Sólo complacía al presidente.