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GENÉTICA

Creación de un genoma artificial

JANO.es y agencias · 25 enero 2008

El equipo de Craig Venter ha fabricado el genoma completo de una bacteria, Mycoplasma genitalium, lo que se considera un paso importante hacia la creación de vida por el hombre

Etimológicamente “fama” hace referencia a lo que se dice o publica. “Tener fama” sería tanto como estar en boca del todo el mundo. A la mayoría de la gente es más que probable que le guste ser conocida. Aumenta de esta manera su autoestima y, sobre todo, su vanidad. La vanidad, como nos recordaba cierto filósofo, es uno de los defectos más perdonables. No todos, desde luego, son así. Para Epicuro, una de las formas que mayor felicidad podría proporcionarnos consiste en vivir escondido. Y, según Nietzsche, sólo se realiza una obra que merezca la pena cuando se está alejado del poder y de la escena pública. A decir verdad, él añadía que convendría también estar alejado de las mujeres. Pero en esto, como en tantas cosas más, no sólo no hay que hacerle caso, ya que se trata de una provocación y no de un pensamiento serio. Y ejemplos existen, tal vez el más acusado sea el de Shakespeare, que con su vida han puesto de manifiesto que en nada les interesó ser conocidos por nadie. Les bastó su propio talento.

Convendría distinguir al que tiene fama por una nimiedad de quien, por ejemplo, en razón de un descubrimiento científico, una hazaña o una vida modélica es famoso, al menos, en un determinado círculo. Los muchos que aparecen y desaparecen en la llamada “prensa del corazón” pertenecen a la primera categoría. Einstein, por tirar de un nombre consagrado, pertenecería a la segunda. Claro que tipos como Einstein o tantos más suelen ser mitificados y descienden a la plaza pública una vez que han muerto; raramente antes. Todavía más, para estos últimos la fama es un accidente, algo que no buscan sino que se les viene encima en función de una extraordinaria tarea. Y existen personas a las que les da un placer especial, casi morboso, ser conocidas por todo el mundo. A éstos Unamuno les puso nombre: estratonianos. Se refería así al legendario personaje que, a lo que parece, se suicidó tirándose a un volcán sólo para ser conocido. A algunos suicidas se supone que les sucede otro tanto.

No es lo mismo ser famoso que ser reconocido. Si alguien accede a la fama por una nimiedad, por un accidente de la fortuna o porque una determinada sociedad se aburre y necesita divertirse, de poco puede enorgullecerse. En realidad, sería una especie de objeto de consumo. Ser reconocido es muy distinto. El reconocimiento es la esencia de la vida moral. Reconocer a alguien es considerarle no sólo un ser humano como yo y con el cual me puedo intercambiar, al menos en derechos y obligaciones, sino estimar en él unas cualidades dignas de ser imitadas. No viene a cuento dar una lista de las personas que son dignas de reconocimiento. Cualquiera conoce a aquellos que por sus cualidades resplandecen de manera especial. El reconocido tal vez carezca de fama. Pero le sobra humanidad, cualidad de la que suele carecer el famoso.

Escribía Rilke que la fama se basa en un malentendido. Nunca he llegado a saber con precisión qué es lo que quiso decir con esta frase. Mi interpretación es la siguiente. Se es famoso a causa de alguna característica que, analizada más a fondo, muestra su vaciedad. Pienso que es una gran verdad. Y si de Rilke y en un paso que nos traslade a nuestros días nos peguntamos por qué la importancia de ser famoso en una sociedad como la nuestra, la respuesta es bastante desalentadora. No se trata de recurrir al tópico de que vamos culturalmente hacia atrás o que la inundación de mediocridades en la pantalla es el signo de una época desmotivada, inerte e incapaz de grandes exigencias. Sin quitar un ápice de verdad a lo que acabo de exponer, en el “famoseo” se dan cita otras circunstancias que generalmente se pasan por alto. Una de ellas es la mercantilización de todo. Porque todo se compra y se vende. De ahí que se pueda montar un circo, un mal circo, en un abrir y cerrar de ojos. Es suficiente con comprar a alguien que esté dispuesto a vender su cuerpo y su alma. Y como la mayor parte de los humanos no somos como Fausto, que vendía su alma sólo por la inmortalidad, la pantalla mediática se llena, como por arte de magia, de famosos. Pero la culpa, si de culpa se puede hablar y con todos mis respetos —sinceros, lo aseguro— a que cada cual haga con su vida lo que le dé la gana, la tenemos quienes mantenemos en el candelero —no en el candelabro— a unos graciosos que, salvo contadas excepciones, no tienen gracia alguna. De reírnos, en fin, que sea por algo serio. Es lo que, entre otras muchas cosas, echamos en falta.

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