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ENFERMEDADES RARAS

Día Europeo de las Enfermedades Raras

JANO.es · 29 febrero 2008

Bajo el lema, "Un día único para personas únicas", se celebra esta jornada de sensibilización sobre estas enfermedades que afectan más de 3 millones de españoles

La única experiencia del absoluto a nuestro alcance se produjo cuando éramos un feto. No existe vida más regalada: balancearse como un perezoso buzo entre plácidos líquidos amnióticos, ceder el trabajo vital a las aurículas maternas, vampirizar la sangre de mamá sin mover un solo músculo. El resto, es decir, la vida no es más que nostalgia de aquel sueño fetal. El acto de nacer ya es en sí mismo un curso intensivo de realismo: incluso antes de perder definitivamente el impagable servicio del tubo umbilical, el bebé naciente tiene que enfrentarse, como el soldado en el primer día de guerra, al esfuerzo de atravesar un agotador cañón simplemente para desembocar, magullado y oprimido, en un paisaje de ruinas biológicas: sangre, sudor y lágrimas.

A pesar de este decepcionante contacto con la realidad, la vida de los niños —en condiciones normales, claro está— es incomparablemente más cómoda, plácida y festiva que la de los adultos. ¿Acaso existe mayor comodidad que de la ser paseado en cochecito por la calle a la manera de los antiguos patricios romanos? ¿Acaso no era el colmo del goce dar completa libertad a los esfínteres y evacuar sin represión alguna, por puro vicio? Vivir envuelto en las amables carnes de una madre solícita. Tiranizar con las lágrimas a todo el mundo. Berrear y obtener besos, chupetes, caricias, cuentos, juguetes, canciones. Puede el adulto actuar sin freno, irresponsablemente, pero lo pagará de alguna u otra manera: con sentimientos de culpa, con sentencias judiciales, con fracasos profesionales, políticos o familiares. La infancia, en cambio, fue la única etapa de nuestra vida en la que era posible gozar del lujo de la irresponsabilidad. El niño que fuimos, por otro lado, desconocía los tragicómicos avatares de nuestro equipo de fútbol preferido. Desconocía el terror, la desgracia, la dolorosa fatalidad de la historia. Este desconocimiento era una forma de felicidad que se acabó a partir del momento en el que empezamos a conocer la diferencia entre fantasía y realidad. Paradójicamente, las formidables virtudes de la infancia no las percibe el niño. Las percibe tan sólo el adulto cuando evoca su niñez. Recordar, revivir el lujo perdido es una tentación irresistible. La mayoría de escritores, con Proust a la cabeza, han caído deliciosamente en ella. El adulto descubre que la infancia fue la patria de la felicidad, pero que en aquel tiempo no lo sabía. Por esta razón, el recuerdo de la infancia es, a la vez, tan dulce y tan amargo.

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