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HEPATOLOGÍA

Hepatitis B y cáncer de las vías biliares

JANO.es · 22 abril 2008

Un estudio publicado en el “International Journal of Cancer” sugiere una relación entre la infección con el virus de la hepatitis B y un mayor riesgo de este cáncer inusual pero muy difícil de tratar

Cualquiera que lea los periódicos con cierta asiduidad y vea las noticias de la televisión observará que, por desgracia, la venganza sigue siendo uno de los motores más potentes de nuestro imperfecto presente. Por más que, en su día, nuestros abnegados padres se hartaran de decirnos que no fuéramos vengativos, por más que algunas religiones recomienden la pasividad pacífica o incluso poner la otra mejilla, el ojo por ojo y diente por diente sigue causando estragos por el mundo. Es justo suponer, pues, que la venganza forma parte de nuestra estructura como especie y que, siempre que lo deseemos o lo necesitemos, podemos activar sus mecanismos y entrar en una espiral que, desde un punto de vista racional, no tiene ni fin ni sentido.

Se trata de un sentimiento muy parecido al odio y que, en su origen, tiene el resentimiento como detonante. A pequeña escala, no genera, en apariencia, graves consecuencias. Existen, en ámbitos más o menos civilizados, formas de venganza que podríamos calificar de tolerables. Por ejemplo: en el trabajo y en el matrimonio. Cuando un compañero de oficina nos sorprende con alguna trastada –producto de su ambición o de su mezquindad, este detalle es irrelevante–, solemos reaccionar con silencioso resentimiento y, en función de nuestra situación en el escalafón, pensar: “Tomo nota y, cuando pueda, me las pagarás, cabrón”. El mismo concepto “me las pagarás” sugiere que existe un deuda que debe ser liquidada cuanto antes. Y de algún modo lo que mantiene vivo el resentimiento es el afán de venganza o, siguiendo con la metáfora, el deseo, casi obsesivo, de cobrar íntegramente el importe de la deuda.

Curiosamente, cuando se trata de venganzas de baja intensidad, se da por sentado que, una vez pagada la deuda, podemos volver a poner el contador a cero y pelillos a la mar. En el matrimonio ocurre algo parecido. Del roce nace el cariño, es cierto, pero, mal administrado, el cariño también puede degenerar en cabreo y en enfados inesperados. La mayoría de éstos vienen producidos por pequeñas reyertas y escaramuzas domésticas, emboscadas dialécticas sin demasiado sentido o conductas perversas que, sin darnos cuenta, resquebrajan la mutua confianza. Ceder durante un tiempo es recomendable, y sugiere una predisposición al pacto y a la paciencia que todos deberíamos aplaudir. En ocasiones, sin embargo, el cuerpo –y sobre todo la mente– se harta de ceder y te pide marcar la frontera y, además de reaccionar con acritud ante lo que consideras una injusticia o una falta de respeto, puedes, como en el caso de la oficina, pensar “me las pagarás”. No es, todavía, un sentimiento de odio y conviene controlarlo porque, en ocasiones, puede desmadrarse y degenerar en algo monstruoso –de hecho, está en el origen de la mayoría de las separaciones–.

El intercambio civilizado de pequeñas venganzas, sin embargo, no es inocente. Después de una prolongada etapa de deudas y pagos compartidos, aplazados o perdonados, recargados con intereses opinables o usureros, después de un intercambio sucesivo de hostilidades apenas confesadas en voz alta, lo que queda es una erosión del paisaje que ni resuelve los problemas que probablemente provocaron los malentendidos o enfrentamientos y que, además, debilita la estructura de la convivencia. En un ámbito colectivo, estos mismos vicios se reproducen a gran escala. Lo vemos en mesas negociadoras de paz por territorios, donde cada uno de los bandos insiste en ajustar las cuentas antes de proseguir con el proyecto de pacto. La venganza, entonces, se utiliza por acción o por omisión. Los hay que abiertamente reclaman sangre, ajusticiamientos o encarcelamientos, y otros que, por el contrario, prefieren el cinismo de prometer portarse bien a cambio, precisamente, de no matar a nadie.

En ambos casos, con o sin derramamiento de sangre, la venganza está ahí, acechando con su corrosiva y destructiva respiración. En su diario, el escritor húngaro Sándor Marai escribió: “Nunca son tan peligrosos los hombres como cuando se vengan de los crímenes que ellos mismos han cometido”. Porque, al final, se trata precisamente de eso: de descubrir que no estamos aplicando la venganza sobre los demás sino sobre nosotros mismos.

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