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JANO.es y agencias · 12 febrero 2008

Los facultativos ambulatorios gestionados por el Instituto Catalán de la Salud reclaman medidas inmediatas que disminuyan la presión asistencial

La verdad y la falsedad van mucho más juntas de lo que se cree, se enredan y nos enredan. De una u otra manera mentimos constantemente. Aunque no hay que fiarse mucho de las estadísticas, algunos sostienen que mentimos al menos veinte veces al día. Además, está probado que entramos en el mundo de los mayores o, lo que es lo mismo, de la mentira a los tres años. Como se ve, muy temprano. Y, dada la presencia casi viral de la mentira, hay psicólogos según los cuales un mundo pleno de sinceridad sería insoportable. Porque no estamos preparados para oír toda la verdad, porque haría la vida muy aburrida y porque, al final, ni siquiera podríamos jugar a las cartas. La mentira sería tan necesaria a la naturaleza humana como las bacterias al estómago o el aire a las alas de un ave o de un avión. La mentira, por otro lado, tiene el color de cada cultura. Es un tópico creer que los mediterráneos mienten más que los rígidos luteranos del norte. Éstos, más sujetos a la culpa que los del sur, entrarían con menos frecuencia en el reino de la mentira. Y ya dentro de la tipología de la mentira, que es como una hidra con miles de cabezas, las habría para todos los gustos. De ahí que lo más raro se tome como seria verdad o que los más cultivados mientan con sofisticación y sin descanso. Les importa, a lo que parece, mantener intacta su imagen pública. Psicólogos y neurólogos han intentado, por todos los medios, introducirse en la mente del mentiroso. De la misma forma que poseemos ya imágenes muy fieles de nuestro cerebro, se ha llegado a asegurar que al mentiroso le falta una porción considerable de esa masa del cerebro con muchas células y poca fibra, que llamamos materia gris. Claro que por este camino acabaríamos en el laberinto de lo patológico y no es nuestro deseo hablar de enfermos sino de las personas que, según los cánones de probabilidad, consideramos normales. Otros se han fijado en las alteraciones corporales del mentiroso: en el acto de mentir se modifica la presión arterial, la sonrisa y hasta aumenta el sudor. Pero la fiabilidad de tales métodos no convence en demasía. Se sigue confiando más en un escáner y en el colmo del optimismo neurocientífico hay quienes piensan que en un futuro no muy lejano adivinaremos el pensamiento de los individuos. El hecho, y conviene repetirlo una y otra vez, es que la mentira está instalada en la sociedad como el dolor, la gripe o la risa. Y que unos mienten mucho por las razones más diversas y otros son más austeros en la mentira. Ciertas personas no mienten para sobrevivir, cosa que merecería si no nuestra aprobación, sí nuestra comprensión, sino por placer. Y son bien normales. La mentira les produce un gusto especial, un distanciamiento respecto al mundo que les gusta, como gusta ver un culebrón o reír alguna gracia.

¿Qué decir respecto a si las mujeres mienten más que los hombres? Podríamos eternizarnos en la respuesta. Recordemos sólo que en nuestras dos tradiciones más inmediatas, la griega y la judía, la mujer aparece como modelo de mentira. En la Caja de Pandora, de la que nos habla Hesíodo, la mujer se nos entrega como un regalo envenenado, como un ser lábil y perverso. Y en el mito bíblico de la creación se la asocia al príncipe de la mentira, Satanás, para tentar al hombre y hacer que caiga. Pero la degradación de la mujer viene de mucho más atrás. La cultura indoeuropea, con sus dioses machistas, consumó la decadencia de la primacía de las diosas madres. Todo ello ha dado por resultado que la mujer continúe apareciendo en amañadas encuestas como más mentirosa o, con cierta benevolencia, como más hábil en el arte de la mentira. Se notará inmediatamente que esta opinión está embadurnada de mentira y que no hay razón alguna para afirmar que la mujer miente más que el hombre, como no la habría para afirmar que es más inmoral. Pero los tópicos se imponen y la mentira es un saco en el que cabe casi todo. De ahí que, como indicamos, existan mentiras de toda laya, que unos defiendan cierto tipo de mentiras y otros las consideren execrables o que, en fin, intentar una definición de lo que es el mentir y, a pesar de la abundante literatura que se ha generado al respecto, sea tan difícil como encontrar una aguja en un pajar. En cualquier caso, es posible extraer, al menos, dos conclusiones respecto a la moralidad de la mentira. La primera es que existen muchos grados en el mentir. Y la segunda, que se miente chocando con la moral cuando, en la falta de veracidad, se usa a los otros como meros instrumentos, como meros objetos. Ahí hunde sus raíces la maldad de la mentira. “Sólo los tontos no mienten” se lee en una obra de Eurípides. Se podría interpretar así: el verdaderamente inocente y libre no necesita, apenas, mentir.

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