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JANO.es · 04 enero 2008

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El guionista ha encontrado la coherencia en el personaje de un arquetipo que todos conocemos, un médico tecnificado y distante que en algún rincón tiene su corazoncito, pero que lo disimula muy bien

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Serie revelación

La serie revelación de la temporada, que ha obtenido una audiencia media en Cuatro de más de 2 millones espectadores, ha cautivado a crítica y público en nuestro país. Interpretada por un genial Hugh Laurie, premiado este año con un Globo de Oro al Mejor Actor, acaba de renovar en Estados Unidos para una tercera temporada, que llegará a las pantallas de la cadena española a principios de 2007.

Oviedo, Taller Nacional de Entrevista Clínica y Comunicación Asistencial. Estamos hablando del día 6 de mayo, y de la presencia de unos 150 profesores e investigadores en estas materias procedentes de toda España. El moderador del evento presenta unas escenas de la serie televisiva House donde este popular personaje, morfinómano, machista, metementodo, expone ante una audiencia de estudiantes el caso de 3 pacientes con dolor de rodilla. La selecta audiencia se remueve en sus sillones porque algo les incomoda, como serpiente en la talega. El guión es apretado de ideas, irreverente y nos muestra un médico tan desagradable como sea posible imaginar, tratando con pacientes a su vez porfiados y mentirosos. ¿Y las enfermedades? Ninguna es lo que parece, excusa perfecta para desplegar todo un arsenal de medios técnicos. Bendita medicina del imperio americano. Pero, por fortuna, el Dr. House tampoco confía en las primeras evidencias... Un detalle, una evolución desfavorable o el simple afán de llevar la contraria a sus colegas le convierten en un Sherlock Holmes desgreñado pero eficaz en su empeño por salvar vidas.

Acaba la proyección y el moderador nos apremia: “¿qué opináis del Dr. House?” Las primeras intervenciones son políticamente correctas. El Dr. House, en efecto, es un médico bien distinto al Dr. Ganon, que tantas vocaciones decantó entre los que peinamos canas. Pero una segunda ola de palabras arrecian en sentido contrario: el Dr. House es honesto, no engaña a nadie y además es un antiejemplo muy oportuno. ¿Peligro de copiar sus groserías? Similares a las de copiar las virtudes de Clooney en la serie Urgencias. Alguien dice: “Considerad por un momento el favor que nos hace a todos los aquí presentes cuando nuestros pacientes-espectadores comparan sus modales con los nuestros”. Risas.

El encanto de la maldad

A estas alturas del debate ya resulta difícil resistirse al encanto de la maldad. Una doctora pide la magnanimidad de la audiencia: “Mi hija de 10 años es una fan, y me las veo y deseo para censurarle los episodios escabrosos (casi todos, sea dicho de paso)”. Pues sí, resulta que una serie hipertecnificada ofrece un escenario para las emociones humanas que seduce a legos, sabios y ladinos, niños y ancianos. Permítanme unas anotaciones de urgencia para explicar un éxito tan rotundo.

En primer lugar, los guionistas buscan crear un amplio arco iris emocional, con pacientes que basculan de la vida a la muerte —aquí la ansiedad queda mitigada porque al Dr. House casi no se le muere ningún paciente— y un médico “brutalmente honesto” que quiebra las líneas argumentales más obvias. Con estos ingredientes someten al espectador a una tasa de emociones por unidad de tiempo que supera incluso al CSI. Cuota de pantalla asegurada —y eso es lo que interesa—. Y la Diosa Ciencia afirmándose en cada capítulo de la serie. Todo controlado y bien controlado. Las enfermedades son muy zafias, sí, pero los médicos pueden ser muy listos. Dicho de otra manera: aunque el médico sea antipático, tiene el poder de conjurar la muerte. O tal vez sea tan antipático porque le sobra poder por todas partes y, en tal caso, ¿para qué ser simpático?

En segundo lugar, los guionistas presentan un paciente poderoso, amenazador, a veces agresivo, frente a un médico más bien tullido, bizarro, cínico, retador y descarado. Los pacientes vociferan, blanden sus puños, a veces los descargan sobre la mejilla del Dr. House, casi siempre le amenazan con demandarle, pero él tiene un arma secreta: su certero diagnóstico diferencial. Los protagonistas de la comedia —que no tragedia— al final le quedarán agradecidos, saltarán lágrimas de sus ojos, le harán regalos muy significativos y durante unas fracciones de segundo el director nos permitirá ver un ademán de reconciliación con el género humano asomando por la cínica sonrisa del protagonista. Pero sólo es un amago, no nos confundamos.

Incapacidad de compartir el sufrimiento

Una de las características del Dr. House es su incapacidad de compartir el sufrimiento. La simple idea de empatizar con el paciente le produce náuseas. “Yo trato enfermedades, no enfermos”, declara. Y por supuesto los pacientes quedan clasificados en “buenos”, es decir, interesantes, y “malos”, es decir, aburridos, obvios, portadores de diagnósticos al alcance de cualquiera. Nuestro protagonista no duda en insultar a estos pacientes que ni saben ser pacientes interesantes.

¿Todo pura exageración? Ojalá… pero mucho me temo que el guionista ha encontrado una coherencia en el personaje propia de un Quijote, un Don Juan, un Hamlet, en fin, la coherencia de un arquetipo que todos conocemos, un médico tecnificado y distante que en algún rincón tiene su corazoncito, pero que lo disimula muy bien. Por eso el personaje nos seduce, porque en el fondo le conocemos, le admiramos y le odiamos a partes iguales, nos irrita y nos hace reír porque expresa mucho de lo que jamás nos atreveremos a decir, pero que demasiadas veces hemos pensado. Porque no lo dudemos, algo del Dr. House está agazapado detrás de nuestras buenas maneras.

Tiempo de descaro

Vivimos unos tiempos donde el descaro permite a escritores y guionistas ventilar nuestras peores pulsiones animales haciendo más reír que llorar, aunque habría más razones para llorar que para reír. Esta serie no resultaría comprensible sin una erosión amplia y profunda de los códigos de urbanidad. Un espectador de los años setenta contemplaría las escenas perplejo y con un rictus de malestar somático. A lo sumo diría que toda la serie es una chabacanada.

Sin embargo, una ampliación en lo que consideramos “posible” hace verosímil que un médico entre en la consulta y le tire los tejos a una paciente o agreda con su bastón al padre de un joven moribundo. Parece que el guionista nos dijera: “Todo lo hago para divertirte a ti, amado espectador, todo se justifica si ríes un rato”. Pero, acabada la serie, lo poco sensato que pueda permanecer en nuestro cerebro proclama: “Vaya horror de sociedad estamos creando; ojalá los médicos se vacunen de Dr. House”. Y entonces descubrimos otra clave de la serie, tal vez la más profunda: ¿no era así como funcionaban las tragedias griegas?, ¿no era por su mal ejemplo que gustaban tanto? ¡Tal vez aún podamos albergar cierta esperanza en el género humano, pues tratamos de redimirnos cuando hemos tocado la maldad con la punta de los dedos! Aunque también habrá doctores “House” que interpretarán su antipatía como la mejor evidencia de que son los más listos del lugar.

Una de las características del Dr. House es su incapacidad de compartir el sufrimiento. La simple idea de empatizar con el paciente le produce náuseas. “Yo trato enfermedades, no enfermos”, declara.

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