CARDIOLOGÍA
Transforman células madre embrionarias en células cardíacas
JANO.es y agencias · 25 abril 2008
Un equipo internacional consigue crear cardiomiocitos, células endoteliales y células vasculares, y mejorar con ellas la función cardíaca en ratones
Es posible que nos engañaran con las esperanzas, cuando éramos niños, con las oraciones, con el poder de los deseos, con las hadas, pero lo cierto es que de vez en cuando soltamos al viento lo que ansiamos: a veces, más racionales, lo llamamos propósitos de Año Nuevo. Otras pensamos en un cambio de vida, o en que los objetivos se cumplen con mayor facilidad si se escriben y se definen.
En realidad, nunca he creído en el Año Nuevo como arranque de nuevas cosas. Nada cambia, tras un día frío llega otro aún más frío, la resaca y los restos de la comida, que impiden que ni el gimnasio, ni la dieta, ni el dejar de beber se lleven a cabo como apenas unas horas antes se ansió. Tampoco confío en el verano, que nos toma cada vez más por sorpresa. Llega el calor, y con él la pereza, los compromisos adquiridos con el ocio.
Prefiero el anónimo calendario. Un día cualquiera, como éste, escribo de pronto, mirando alrededor, una lista de propósitos: no menos de treinta, no más de cincuenta. Nada de uno, o cinco. Sin ambición, nada se logra. Cosas sin importancia, o que se imponen como vitales, y que quiero, dentro de un año, encontrar bajo las tachaduras de los deseos cumplidos. De vez en cuando, la lista aparece. Pienso en qué tramposa es la mente, que logra llevar a cabo los más inesperados, y deja pendientes los que creí esenciales. Refuerzo la lista, me animo si veo que más de cinco han caído ese mes. Cuando el año, más o menos, ha pasado, llega la cosecha.
Y a veces es mejor, y otras, tan raquítica que obviamente mi vida y mis deseos han cambiado mientras intentaba ceñirme a la lista. ¿Cómo pude querer una tele tan grande, o aprender ruso, o viajar con aquella amiga a la que ya no hablo?¿Y cómo pude pensar que una relación amorosa, o terminar la obra de la escalera, dependía de mí?
No hay plazo que no se cumpla, dicen, y sin embargo de pocas cosas nos quejamos más que de plazos incumplidos, de las palabras rotas y los propósitos que nunca se llevaron a cabo. Con cada inicio, una ruptura. La dieta de los lunes, rota el martes. El juramento de abandonar el tabaco, interrumpido con la primera tensión no resuelta. La idea de sacar tiempo para los amigos, de que el orden cobre importancia, de almacenar las facturas, agonizante casi al momento de ser concebida.
Hace poco encontré en internet, ese baúl de obsesiones compartidas, una página que se dedica a mostrarnos las listas ajenas. El límite aquí se encuentra en cuarenta y tres, cuarenta y tres páginas en blanco. No hay plazo.
Cuando no se sabe qué desear, la propia página lo sugiere: quiero escribir un libro, quiero montar un restaurante, quiero volver a ver a mi hijo, quiero viajar a mi país, quiero encontrar al hombre de mi vida, estudiar veterinaria, hablar de aborto para los hombres, tocar la guitarra, quiero comprarme una casa en Brasil... Algunas de las personas que lo han conseguido cuentan cómo. Otras se unen para narrar qué avances consiguen. Y entonces llega la sorpresa: qué sosos somos. Qué pocos deseos originales. Qué pocas maneras de conseguir lo mismo. El trabajo, la voluntad de hierro. El momento adecuado, reunir por fin fuerzas para atreverse.
Cuando se acaban los deseos, se acaba la vida. Antes existía, precisamente, un ángel para cada causa, un santo para cada una de las aspiraciones. Los patrones, como jefes de gremio, regían cada oficio. Se regía hasta lo invisible, se sabía a quién recurrir para conseguir un novio, ayuda en un negocio, un examen aprobado o la salud perdida.
Ahora estamos solos: contamos únicamente con nuestra fuerza de voluntad, la suerte o la capacidad de trabajo. Esas cosas hemos ganado cuando hemos perdido la magia. No está mal. Con esos mimbres se teje el cesto de los triunfadores, el nuevo héroe venerado de las últimas décadas.
Siempre me ha incomodado la idea de los triunfadores. Más aún la de los perdedores. Posiblemente, el secreto de cualquier éxito consiste en tachar cuarenta y tres deseos de una lista invisible. Creo en la capacidad de superación, en la lucha incesante contra la vida, la opinión ajena y los prejuicios.Creo en la espuela que supone en el costado un deseo aún no conseguido. Forman, dan esperanza, crean carácter. Lo que se obtiene no sirve para gran cosa, salvo para una satisfacción puntual.
Y creo, sobre todo, en mis cincuenta humildes deseos. Los que he escrito hoy, los que intentaré cumplir, si es que puedo, mañana.