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Tratamiento de la apnea del sueño y cifras tensionales

JANO.es · 14 diciembre 2007

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Aprimeros de noviembre Luchino Visconti hubiese cumplido 100 años. Y parece que muchos tenderán a preguntarse: ¿y quién era Visconti? El nombre me suena, claro, pero no sé… En primavera hizo 30 años de su muerte —al filo de cumplir 70 años—, pero resulta lejano. Más que Pasolini, que murió asesinado casi un año antes. En mi juventud eran ambos —con Fellini— los tres grandes del cine italiano, con una clarísima y fuerte proyección internacional. Luchino Visconti tiene, por supuesto, el marbete de clásico contemporáneo, y algunas de sus películas como el emblemático Gatopardo suelen salir en las colecciones de historia del cine que venden —a rachas— los quioscos en DVD, pero ¿es sólo historia Visconti?

Quizás al refinado maestro le haya terminado perjudicando el hecho de que algunos de sus últimos filmes —famosísimos en su momento— fueran magníficas evocaciones de los “buenos viejos tiempos”, aunque no del todo. Aristócrata y comunista, Visconti creyó que todos tenemos derecho a todo: pero no a ser igualados por lo peor —como hoy está ocurriendo—, sino por lo mejor. Esto es: en principio, todos tendríamos derecho a la excelencia. Y los mundos y personajes exquisitos que él retrató con minucia en Ludwig o en Muerte en Venecia trataban —en ese sentido— de enseñar el lado mejor de un mundo injusto. ¿Será irrepetible ese nivel de calidad sin injusticia?

La penúltima obra de Visconti —la última en cuanto personal despedida— es de 1974, y en España se tituló Confidencias. En Italia era Ritratto di famiglia in un interno, porque el protagonista —que bordada un ya viejo Burt Lancaster— era un profesor de arte, refinado y rico, que ha coleccionado en su magnífica casa romana esos cuadros —típicos de finales de los siglos XVIII y XIX— que muestran escenas familiares de “interior” y que en inglés denominan conversation piece. Es una espléndida película y —por encima de la alta intemporalidad del director famoso— demuestra la cruda vigencia de Visconti, aunque casi todo vaya hoy peor…

El profesor, que tiene raíces norteamericanas y que en la guerra mundial luchó con los Aliados y contra el fascismo, aparece como un refinado caballero de izquierda liberal, que no entiende la balumba del mundo que le rodea, ejemplificado en unos jóvenes ricos que le alquilan el piso de encima. Son jóvenes y bellos —porque siempre lo es la juventud— y desde luego más abiertos que antes, pues sorprende en una suerte de cama redonda a los dos chicos y a la hija de la marquesa. Uno es un guerrillero de extrema izquierda y el otro es neofascista. El industrial marido de la marquesa anda en esas “tramas negras” que amenazaron a la democracia italiana de la época. Todos —la señora incluida— son ignorantes y zafios, porque parecen no desear otra cosa que poder y dinero… El mundo refinado, justo y mejor que el culto profesor soñó de joven no existe, incluso —¿quién lo sabe?— hasta queda más lejos… Y el profesor —que se recupera de un infarto o de un ictus, como le ocurrió al propio Visconti—, en la cama de su vieja y elegante habitación, hace un gesto de incomprensión con las manos, como quien no lo entiende ni sabe qué camino llevan las cosas. Y ahí radica la vigencia mayor de Visconti: nuestro mundo es aquello en peor, la gente es cada vez más inculta y roma, el dinero y el afán de poder lo controlan todo y no hay idealismo que valga. Hasta el idealismo, diríamos, parece residual. Un drama pavoroso. Elogiando al mariscal Rommel —que fue su enemigo—, Churchill escribió: “En las sucias guerras de la moderna democracia ya no habrá sitio para la caballerosidad”. Tenía razón. Y la tuvo Visconti: en las actuales democracias, cada vez más chatas y policiales, en el mundo de la masificación brutal, ¿qué queda del refinamiento y del espíritu? Desde el neorrealismo al esteticismo, Luchino Visconti elevó un monumento al arte del cine o, si lo prefieren, al cine como arte. Creyó en la libertad, en la justicia, en la igualdad, pero también en la excelencia. En el brillo puro de lo mejor. Al fin, agobiado por el desencanto y los achaques de una vejez acaso prematura, sólo en el arte vio salvación. Eso habla mal de su tiempo y, pues casi todo ha ido a peor, mal también del nuestro…

La sonrisa de Tadzio —la sola Belleza— fulgura remota e inaccesibl

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