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Riesgo de epilepsia neonatal por infecciones maternas en el útero

JANO.es y agencias · 12 mayo 2008

La cistitis, la pielonefritis y las infecciones por cándida, y no así los herpes y las enfermedades venéreas, aumentan el riesgo

La ira suele ser mala consejera como criterio para formar nuestros juicios. Sobre todo cuando éstos poseen una dimensión política. La parcialidad de las emociones se enfrenta al ideal de una razón desprejuiciada que nunca involucra otra cosa que la fría distancia de un espectador desapasionado. Pero, aparte de que se pueda o no realizar semejante ideal, cabe preguntarse si no existen acontecimientos políticos cuya verdad requiere verterse en una impresión airada, más que en una reflexión distante.

Si hubo un momento de la historia europea del siglo xx en el que la cólera halló las circunstancias que justificaban su razón de ser política, ése fue el de la irrupción de los totalitarismos y, en concreto, el de las dos revoluciones contemporáneas más terribles y espantosas: la nazi y la comunista. Dos escritores de la talla del austriaco Joseph Roth y el ruso Iván Bunin dejaron constancia en sus artículos y diario, respectivamente, de que el salvajismo sólo puede retratarse mediante impresiones que trasluzcan espanto e indignación. El hedor que causa la barbarie debe impregnar las ideas y las palabras de los que se ocupan de reflexionar sobre ella pues, de no ser así, lo que digamos, por muy elaborado intelectualmente que esté, no habrá penetrado moralmente la materia del juicio.

Roth escribió sus artículos sobre el nazismo en el exilio parisino entre los años 1933 y 1939, mientras que Bunin escribió su diario sobre la Revolución rusa en Moscú y Odessa entre los años 1918 y 1919. Bunin, como Roth, terminará encontrando refugio en París, donde morirá catorce años después que el autor de La marcha Radetzky, en 1953. Artículos y diario fueron escritos en caliente y reflejan de una manera memorable el impacto que los totalitarismos tuvieron en dos hombres del pasado cuyas coordenadas políticas pertenecían al siglo XIX. Quizás este arraigo en el mundo de ayer provocó su airada reacción contra los nuevos bárbaros de la raza y la lucha de clases. Ante la brutalidad del nuevo orden plebeyo de los guardias rojos y camisas pardas, el Imperio austrohúngaro y la Rusia de los zares se les presentaron a Roth y Bunin como la encarnación de una sociedad que, a pesar de todos sus problemas, aún permanecía dentro de la civilización.

La ira de Roth se ceba principalmente con los “políticos, diplomáticos y periodistas occidentales” pues son reos del “mito del alma alemana”. Esto les lleva a practicar “la filología germánica, no la política” y a interpretar los terribles sucesos alemanes “a través de unos anteojos como los que se suelen llevar para asistir a una ópera de Wagner”. El “esnobismo wagneriano de Europa”, según Roth, constituye un perfecto refugio estético para los nazis pues, gracias a la estetización de la barbarie, aquellos pudieron vender sus peores tropelías como un ejemplo sublime de la singularidad alemana. La reacción visceral de Roth, que, como Heine, sabía que el país que empieza quemando libros termina quemando hombres, era una desesperada llamada de atención para que la embriagada Europa despertase de su ensoñación germánica y tomase conciencia política de lo que realmente estaba sucediendo en Alemania.

La ira de Bunin se plasma en una asombrosa física social de la Revolución. Para él, el advenimiento comunista significa el triunfo de la desvergüenza, la ruptura de todos aquellos diques psicológicos sedimentados en una cultura secular que prevenían al hombre de convertirse en mono. En sus atribulados e indignados paseos por el Moscú y la Odessa bolcheviques, el liberal conservador que era Bunin se deja impresionar por el material humano de la Revolución, por “esos rostros pálidos”, “pómulos salientes” y “trazos exageradamente asimétricos” que condensan la arrogancia física de los nuevos tiempos, una actitud y gestualidad desafiantes y cínicas que, aliadas con las chaquetas de cuero, las botas prietas y las browning en cartuchera, retratan la esencia asesina de una banda de gánsteres políticos. La repugnancia y el asco que le causa a Bunin la Revolución, llegando a desatar en él un tipo de reacción casi racista, otorgan a sus juicios la verdad moral de unas impresiones que el escritor no trató de sofocar mediante el análisis racional. Y ello porque fue consciente de que el carácter descarnado y desapacible de aquéllas, el sentido físico que la Revolución cobró para él, debía ser el sustrato de su diario si pretendía captar el alma demoniaca de los bolcheviques.

Roth y Bunin escribieron sobre el nazismo y el comunismo con la sustancia de sus entrañas. Dado el significado salvaje y anticivilizatorio de ambos movimientos, sus juicios políticos no desmerecen por su intencionada parcialidad, sino que hallan en ésta la condición de su virtud persuasora. La pasión antinazi y anticomunista de esos dos escritores airados guió su razón en un sentido justo porque, ante determinados acontecimientos políticos, las ideas por medio de las que reflexionamos sobre ellos deben transmitir el tono adecuado. Si éste se difumina en la brillantez de un análisis intelectualmente impecable o estéticamente seductor, la reflexión pierde su esencia moral. Roth y Bunin nos enseñan que la calidad de nuestros juicios políticos depende del temperamento de las palabras que utilizamos, antes que de su racionalidad y belleza.

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