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Por todo Nepal es posible encontrar uno de los signos más distintivos del país y, en especial, del budismo: las banderas orantes. Pequeñas banderas de tela con oraciones impresas, que unidas por cuerdas son atadas en los tejados de las ciudades, en las cercanías de cualquier edificación en los valles, en los altos de los grandes collados, en los puentes colgantes sobre los ríos, los templos, los caminos o en las cimas de muchas montañas.

Seña de identidad

Las banderas orantes dan forma a una arquitectura etérea; las largas cuerdas que las unen se prolongan hacia el cielo haciendo levantar la mirada como si se persiguieran las agujas góticas de las catedrales europeas hasta el cielo, gesto que se comparte y repite frente a la conmovedora y desconcertante inmensidad de las montañas del Himalaya que a tantos montañeros, tras una primera visión inolvidable, ha acompañado durante todas sus vidas.

Y esa visión arquitectónica se repite desde los valles a los collados más altos del Himalaya, desde las azoteas de las casas sherpas hasta las cabañas de los pastores de cabras o yaks, en los puentes metálicos o de madera que esquivan los grandes torrentes de los ríos en las gargantas más profundas del mundo, como la del río sagrado Kali Gandaki o la del Marsyandi Kola; en los templos budistas de Katmandú, Swayambhunath o Bouddhanath, o en el templo Chumig Gyatsa en Mukthinath, lugar de peregrinación sagrado compartido por hindúes y budistas desde donde se puede contemplar la cara este del Dhaulagiri, la séptima montaña más alta del mundo con 8.167 metros.

Nepal es la vanguardia del planeta. Y no sólo porque, cuando el mundo occidental se autodestruía en la segunda guerra mundial, cruzó en silencio el segundo milenio —en la actualidad el calendario nepalí corre por el año 2062—, sino también porque en Nepal están las montañas más emblemáticas del mundo en una cordillera que se extiende a lo largo de más de 2.400 kilómetros, con más de 40 cumbres que superan 7.000 metros y 7 de los 14 “ochomiles” del planeta.

Con la misma normalidad que las montañas del Himalaya parecen haber estado siempre allí —aunque tengan sólo una antigüedad de unos 600.000 años, que fue cuando comenzó a aparecer el actual Himalaya de lo que fue el mar de Tethys—, se puede comprender que esas inmensas cumbres sean tenidas como moradas de dioses y por ello muchas de ellas se consideran sagradas y están cerradas a la escalada. No hay otro lugar en nuestro mundo donde se pueda decir, como en Nepal, que se está más cerca de dios. A los pies de dios, donde las montañas debido a su inmensidad parecen pertenecer más al cielo que a la tierra.

Nepal es la única monarquía hindú del planeta, aunque las zonas del Himalaya son mayoritariamente budistas. Y, tras la invasión del Tíbet por China hace 5 décadas, se ha alentado un fenómeno migratorio que está provocando importantes cambios religiosos y culturales en Nepal y Tíbet. El budismo es, sin duda, una de las señas identitarias del Tíbet y del Himalaya. Es la cuarta religión con más seguidores tras el cristianismo, el islam y el hinduismo, y una de las que más ha crecido en las últimas décadas, sobre todo en las sociedades occidentales.

Albert Einstein escribió en 1954 que “el budismo tiene las características de lo que será una religión cósmica en el futuro: trasciende el dios personal, evita dogmas y teología, abarca lo natural y lo espiritual, y está basado en un sentido religioso que aspira a la experiencia de todas las cosas, naturales y espirituales, como una unidad con sentido total”. Occidente se siente atraído por un budismo que, además de acarrear un bagaje milenario y su mensaje de no violencia, ha sabido comprender la era de la globalización tanto para comunicar sus valores como para promover vías alternativas vitales por su antimaterialismo.

Protección y sosiego

Las banderas orantes son signo y parte de la indefensión ante la magnitud de la naturaleza y de la infinita nostalgia budista por un mundo sin sufrimiento. La oración que está escrita en ellas es el “Om Mani Padme Hum” (saludo a la joya del loto), el mantra de 6 sílabas que invoca infatigable la protección de todo peligro. Se dice que aquel que recita el mantra será protegido de todo mal. Este mantra está profundamente arraigado en el budismo Mahayana y se puede encontrar inscrito o grabado en rocas, molinos y ruedas de oración en caminos, senderos, pasos de montaña, en las entradas y salidas de pueblos y villas. Cada vez que un molino o rueda de oración gira, o una bandera flamea al viento, el mantra se recita y es lanzado al aire millones de veces para mantener a salvo y proteger de los peligros. El mantra también es usado en brazaletes, colgantes, anillos, etc. como signo de protección.

Conexión de cielo y tierra

Las banderas, expuestas a los elementos sin protección alguna, destacan siempre en los desconcertantes e inesperados escenarios. Dominan la tierra y el cielo, el agua y el fuego y por aisladas que estén siempre constituyen un punto de visión, recogimiento y majestuosidad llameando al viento. Las banderas orantes son la forma de conexión del cielo y la tierra de forma tan perfecta como los mismos “ochomiles” y montañas sagradas como Kailas o Machhapuchhare.

Nepal exige, sea en los valles subtropicales o en el Himalaya, el esfuerzo disciplinado e impávido por dejar atrás las categorías habituales de comprensión y aceptar la imprescindible serenidad que ofrece, sin coste alguno, el budismo nepalí; y entonces es cuando mucho del equipaje occidental de los viajeros pierde su necesidad y utilidad. Las banderas orantes lanzan gracias al viento deseos de serenidad frente al sufrimiento que llega a las gargantas de los ríos, cruza los collados de un valle a otro y alcanza las cimas de las montañas.

Al flamear las banderas agitadas por todos los vientos, esparcen y elevan a las alturas los deseos y afanes de hombres y mujeres hacia los cielos. Son el vínculo de unión entre lo terrenal y lo sagrado, la pasarela intangible entre dos mundos apartados.

El breve sonido del viento al hacer tremolar las telas parece repetir infatigable la oración inscrita en ellas, sea en las húmedas selvas o en las terrazas de los arrozales subtropicales, en los espesos bosques de rododendros, en los paisajes ocres que anuncian el desértico Tíbet o el reino de Mustang. Las banderas orantes resuenan como las hojas en los bosques, reflejan el sol, se revisten con la luz lunar de las noches, descuelgan el agua de la lluvia y la nieve, se baten congeladas durante los meses invernales y vibran en los puentes colgantes sobre las corrientes avivadas por los deshielos.

En ocasiones las banderas orantes se encuentran solitarias sobre tejados o simplemente en un asta clavada en el suelo o en un árbol talado, o aparecen unidas a centenares de otras banderas, como si fuesen bosques o arboledas orantes en los templos budistas, las estupas, o en sus cercanías. Se divisan desde lejos por sus colores y dan señal de vida en los lugares más inaccesibles, cuando alguien se siente solo y lejos de todo, para ofrecer frente a la adversidad una promesa de protección a los que transitan por las regiones del Himalaya.

Herbert Tichy, el montañero y geólogo austriaco que formó parte de la primera ascensión al Cho Oyu, el sexto de los catorce “ochomiles”, escribió de las banderas orantes que siempre “se ven antes de divisar las aldeas, y se tiene la impresión de que no han sido levantadas posteriormente, para proteger a los poblados, sino que, en realidad, éstos han podido surgir porque ya estaban allí las banderas”.

Cuando las colosales sombras de las montañas del Himalaya ocultan en la noche los valles, y antes de que el sol vuelva a bajar desde las cimas, las banderas oran y batallan como una reivindicación constante en la oscuridad sin dejar de esparcir su protección. Ondean paralelas al suelo debido a la violencia de las ventiscas y no dejan de agitarse hasta que las temperaturas invernales las convierten en banderas orantes de hielo. Como a las mismas montañas, como casi a toda la naturaleza por encima de 4.000 metros, en lugares donde muy pocas personas se atreven a adentrarse hasta que vuelve la primavera y recobran sus formas, de regreso al movimiento con las suaves brisas de las mañanas y los vientos de los atardeceres. De nuevo vida y protección que esparcir por encima de los sonidos de la tierra, en las montañas del cielo.

Texto y fotos: Miguel del Fresno

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