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El médico siente la obligación de conocer la realidad del paciente y entiende, por otro lado, que los datos de la investigación biológica son insuficientes para colmar esa carencia

 

¿Qué entendemos por teoría de la medicina? Diego Gracia nos ofrece una clara y sencilla respuesta: “Por teoría de la medicina entiendo sobre todo la reflexión filosófica sobre la actividad profesional y, por tanto, su enfoque desde la lógica, la teoría del conocimiento, la antropología y la ética”1. Esto es, una verdadera filosofía de la medicina.

Podemos plantearnos ahora la legítima cuestión de si merece la pena emprender un esfuerzo intelectual de esta naturaleza, es decir, si conseguiremos con ello un conocimiento mayor de la realidad del paciente o nos veremos, en cambio, entregados a una actividad diletante.

Debemos recordar, sin embargo, que es ésta una pregunta insoslayable no sólo para la teoría de la medicina, sino para toda filosofía que se precie de serlo. Se trata, en el fondo, de la vieja (y siempre actual) discusión sobre la utilidad del pensamiento filosófico.

Una visión más profunda y menos utilitaria del problema se presentó ya en la Grecia del siglo III a.C. con el “escepticismo”. Pirrón, el fundador de esta escuela posterior a Aristóteles, enseñaba que nada podemos saber con certeza. Y Timón, uno de sus primeros discípulos, negaba la posibilidad de encontrar algún principio evidente que sirviera para cimentar una ciencia precisa. Esto suponía –según ha comentado Anthony Kenny– que “toda línea de razonamiento había de ser circular o no tener conclusión”2.

Nos encontramos con una actitud semejante en pleno siglo XX en los escritos de Erwin Schrödinger, el fundador de la mecánica ondulatoria y Premio Nobel de Física de 1933. Actitud que, a primera vista, puede parecer incoherente tratándose como se trata de un importante científico.

Erwin Schrödinger (1887-1961)

Nacido en la Viena de fin de siglo, Schrödinger fue un hombre de grandes horizontes culturales. Además de su labor decisiva como físico teórico, se empeñó en comprender las bases moleculares de los fenómenos vitales. De hecho, su magnífico ensayo ¿Qué es la vida? guarda interés todavía para aquellos estudiantes que piensen dedicarse a la medicina o la biología.

Sin embargo, su pasión secreta fue la filosofía, aprendida ésta en lecturas de Spinoza, Schopenhauer, Mach, Richard Semon y Richard Avenarius, si bien la obra que mayor influencia tuvo en su pensamiento no fue precisamente la de un filósofo sino la de un hombre de ciencia: su admirado Ludwig Boltzmann. Para éste, elaborar un cuadro coherente –y continuo en espacio y tiempo– de la realidad era la tarea fundamental de la física. Schrödinger hizo de esta idea el motor de su investigación a través de la pregunta: “¿Qué es real?”

La contestación fue que no podemos demostrar racionalmente la existencia de un mundo exterior a nuestra conciencia individual. “La verdadera dificultad para la filosofía –escribió Schrödinger– reside, pues, en la multiplicidad espacial y temporal de los individuos que contemplan y piensan”3. Es decir, cada ser humano posee una idea personal del mundo encerrada en la esfera de su propia conciencia. ¿Cómo entender, entonces, que estas imágenes particulares coincidan en lo esencial y podamos compartir todos una visión común de la realidad? Para Schrödinger esto es un motivo de asombro que “no puede concebirse de forma racional”3.

“No creo –decía– que la solución del nudo sea posible por el camino de la lógica y del pensamiento consecuente dentro de nuestro intelecto”. Y también: “Pensar consecuentemente nos conduce, en gran número de casos, hasta un cierto punto en el que nos deja en la estacada3”.

Señalaba Schrödinger, por tanto, la insuficiencia de la razón para conocer la realidad. No deja de sorprender que un físico teórico llegase a una concepción del mundo tan escéptica, idealista y alejada del materialismo, que es moneda corriente entre los científicos. Pero él mismo lo hizo constar así: “Nos alejamos a muchas millas del vulgar materialismo”.

Si aceptamos, al menos en parte, esta debilidad del trabajo racional, ¿para qué necesitamos embarcarnos en la construcción de una teoría de la medicina? ¿No basta con los datos empíricos y experimentales que nos brinda la ciencia? ¿No constituiría esta empresa una especie de tentación metafísica en tiempos nada complacientes como los actuales? Quizá pueda Ortega prestarnos aquí alguna ayuda orientadora.

José Ortega y Gasset (1883-1955)

En su “Epílogo” a la Historia de la filosofía de Julián Marías, hizo Ortega un descubrimiento de gran interés, el de que el hombre tiene la obligación de seguir pensando “porque siempre se encuentra con que no ha pensado nada ‘por completo’” 4.

“Este hecho enorme –añadía el filósofo– no entra en colisión con este otro menor: que, de facto, cada uno de nosotros se para, se detiene y deja de pensar en determinado punto de la serie dialéctica. Unos se paran antes, otros después. Pero esto no quiere decir que no tuviéramos que seguir pensando”4.

Se trata, en cierto modo, de la misma idea que Paul Valéry, el poeta, aplicaba a la literatura cuando se complacía en repetir que un poema nunca se acaba sino que se abandona. Así, un pensamiento conduce a otro y éste a otro, y la solución de un problema desvela la presencia de nuevos problemas, todo lo cual hace que la cadena de reflexiones sobre cualquier aspecto de la realidad se alargue inevitablemente hacia el infinito.

Si dejamos de pensar por fatiga, por pereza, por enfermedad o por simple incapacidad de hacerlo, la “serie dialéctica” se interrumpe bruscamente y, por tanto, la esperanza de alcanzar la verdad se pierde, aunque “el hecho bruto de suspenderla no significa dejar de ver con urgente claridad que tendríamos que seguir pensando”4.

Para Ortega, la detención del pensamiento suponía instalarse en el error, conformarse con él, volverse escéptico en definitiva.

“Cuando el hombre griego –advertía– hizo un primer alto en su trayectoria creadora […], al quedarse en ella y no seguir pensando dejó en él, como un precipitado, el escepticismo. Es el famoso tropo de Agripa o argumento contra la posibilidad de lograr la verdad: la ‘disonancia de las opiniones’”4.

En efecto, si no se puede tener la certeza de nada, entonces tan sólo existirán gustos, inclinaciones y pareceres.

¿Podremos fundamentar una teoría de la medicina en otra cosa que no sean brillantes ejercicios de opinión? Ésta es, para nosotros, la cuestión más importante.

Pesimismo y elegancia

Uno de los escépticos más temibles de la historia de la filosofía, el médico Sexto Empírico (siglo II d.C.), podría argumentar en este instante (si ello fuera posible) que la continuidad del pensamiento, esa “serie dialéctica” de la que Ortega nos hablaba, indica con claridad que no existe una verdad primordial e incontestable, ya que la larga cadena de razonamientos no puede tener conclusión.

Es decir, el pensamiento infinito no sería otra cosa que una confirmación del escepticismo: nunca se alcanza, mediante la razón, una verdad definitiva y completa.

Sin duda, las dos posturas tienen algo en común, por ejemplo su oposición a toda clase de dogmatismos, precisamente por no considerar intocables ninguna conclusión ni principio alguno. Pero hay entre ambas una fundamental diferencia, y es que así como el escepticismo transmite una visión de fracaso, de renuncia, de desengaño, de pesimismo en suma, el pensamiento infinito no se conforma con verdades parciales y sigue adelante en un proceso de esperanza epistemológica. No se trataría tanto de llegar a la verdad incuestionable como de no abandonar el esfuerzo ni de renunciar a aquélla. Para el escéptico, es ésta la labor propia de un Sísifo; para Ortega, en cambio, esto –y no otra cosa– es la filosofía.

En resumidas cuentas, la diferencia entre ambas posturas se establece por una voluntad de elección: detenerse o continuar, en el caso que nos ocupa. Según Ortega, el mayor peligro de toda elección es el capricho –tomar una decisión cualquiera entre las posibles– al que él oponía el “recto elegir” –tomar correctamente la decisión que reclama ser tomada–. “A este acto y hábito del recto elegir –explicaba– llamaban los latinos primero eligentia y luego elegantia […]. De todas suertes, ‘Elegancia’ debía ser el nombre que diéramos a lo que torpemente llamamos ‘Ética’, ya que es ésta el arte de elegir la mejor conducta, la ciencia del quehacer.”4

Con ello, hemos venido a saber que lo que se ha presentado como un estricto problema de conocimiento escondía en su interior un paso electivo previo, una decisión ética. Y esta última sí podría ser la clave para fundamentar una teoría de la medicina lejos del capricho intelectual, nos referimos a la actitud ética del médico, que siente la urgencia –y la obligación– de conocer la completa realidad del paciente y entiende, por otro lado, que los datos de la investigación biológica son insuficientes para colmar esa carencia.

En fin, quizá no lo habíamos sospechado, pero ha resultado después de todo que la teoría de la medicina era esencialmente una cuestión de elegancia.

Bibliografía

1. Gracia Guillén D. Prólogo. En: Sánchez González MA. Historia, teoría y método de la medicina: introducción al pensamiento médico. Barcelona: Masson; 1998. p. VII-X.

2. Kenny A. Breve historia de la filosofía occidental. Barcelona: Paidós Ibérica; 2005.

3. Schrödinger E. Mi concepción del mundo. Barcelona: Tusquets; 1988.

4. Ortega y Gasset J. Epílogo. En: Marías J. Historia de la filosofía. Madrid: Alianza Editorial; 2001. p. 473-515.

“Nos referimos a la actitud ética del médico, que siente la urgencia –y la obligación– de conocer la completa realidad del paciente.”

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