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JANO.es y agencias · 03 abril 2008

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Los irlandeses de todo el mundo celebran por todo lo alto el día de San Patricio, muerto el 17 de marzo del año 492 en Downpatrick, en Irlanda del Norte. El primer desfile multitudinario en el Estado Libre de Irlanda tuvo lugar en Dublín en 1931. A mediados de los años noventa del siglo pasado se convirtió en un festival, y en la actualidad tiene una duración de cinco días: del 15 al 19 de marzo. Nueva York es otra ciudad que se vuelve irlandesa por San Patricio, especialmente la Quinta avenida de Manhattan. Aunque la primera celebración en las 13 colonias norteamericanas se hizo en Boston en 1737.

Solemnemente, el lord alcalde de Dublín se puso el traje de fiesta, hizo que un edecán le colgara el medallón de la autoridad y sin ayuda de nadie subió a una carroza de oro tirada por cuatro caballos. El viento helado de la mañana de San Patricio arrastró bancos de niebla que escondieron los edificios de estilo georgiano de la Edad de Oro. Un grupito de gente, apostado a la vuelta de una esquina, olvidó de repente el frío y se agitó ruidosamente ante los sonidos de las herraduras. La cara del alcalde sobresalió por la ventana de la carroza esbozando una sonrisa que se heló tan pronto como las maldiciones de la plebe llegaron a sus oídos. Los cuatro caballos de fina estampa se hicieron los sordos. Pero al doblar otra esquina pararon súbitamente frente al trote desbocado de dos caballos de cuadra proletaria. El carbonero O’Brien hizo una mueca de disgusto y escupió al suelo. Su compañero de fatigas, el carbonero O’Casey, soltó las riendas de su indignación y a punto estuvo de echar el carro en el que transportaban sacos de carbón encima de una autoridad mucho menos solemne.

San Patricio era un día sagrado para los irlandeses. Todo alcalde dublinés soñaba con ser recibido por un pueblo entusiasta bajo la música celestial del Mesías de Händel. ¿No fue acaso en Dublín donde en 1742 se estrenó aquel oratorio de un compositor alemán de ópera al estilo italiano que hizo carrera en Inglaterra? Otros tiempos, claro. La carroza se detuvo a la altura del parque St. Stephen’s Green. Una banda de uniformados rompió a desfilar al ritmo de marchas militares. De milagro no arrollaron a una mujer sentada en la acera que, sostenía a su hijito con una mano y con la otra no cesaba de agitar una caja de cartón donde bailaban unas pocas monedas y caían generosamente muchas gotas de lluvia.

“Aquí llegó nuestro San Patricio en el año 450 y nos hizo cristianos. Luego pasaron los vikingos y los anglonormandos: once siglos de dominio extranjero.”

El gordo O’Molly nunca olvidaba el bendito día de 1759 en que Arthur Guiness abrió su cervecería en St. James Gate. A la segunda pinta de Guiness solía decir: “Esto sí que es vida”. En aquella ocasión, un colega puntualizó en gaélico y con voz entrecortada: “Agua de vida”. Fuera seguía lloviendo. En la taberna de barrio todos andaban con el agua al cuello, aunque fuera agua de vida. Pronto empezó a sonar el lamento inevitable de “it’s a long, long way to Tipperary”. No duró mucho. Un hombre, como llovido del cielo, se sacó de la manga una flauta. Otro hombre apareció con una guitarra a cuestas. Un tercero hizo sonar su violín y se armó una buena. El gordo O’Molly se puso melancólico, tarareó una canción tradicional del grupo Patrick Street y brindó finalmente a la salud de O’Carolan, gran arpista y gran bebedor.

“Para un alcohólico, Dublín es lo mismo que un colegio de chicas para un maníaco sexual”, aseguró el escritor O’Connor. A Sheridan, dramaturgo, empresario, manager, político e incluso duelista de la cosecha del siglo XVIII, sólo le quedó el consuelo de hacerse con una botella de vino en la taberna más próxima y contemplar en primera fila el incendio de su propio teatro. Cualquier borracho nativo sabía que Dublín es la única ciudad del mundo en la que vivieron tres hombres premiados con el Nobel de literatura: W. B. Yeats, Bernard Shaw y Samuel Beckett. Y no hacía falta estar sereno para recordar a los desmemoriados que Jonathan Swiftt, Oscar Wilde, Sean O’Casey, James Joyce y Brendan Behan eran también dublineses.

Los dublineses tomaban la palabra en la calle y el que quería oír los versos de su poeta preferido se lo decía al chico con boina guerrillera de la calle Grafton y sanseacabó. El Che Guevara tenía sangre irlandesa. Se llamaba Lynch de segundo apellido. Y ese O’Hara urbano que recitaba poemas nunca lo olvidó. Su oficio engordaba la leyenda artística de la ciudad. El corro de curiosos era fiel, entusiasta y más pobre que una rata. Se formaba aquí y allá. Sobraba tiempo para ver de todo. No faltaba el músico atrevido que, a falta de violín, tocaba la sierra con un arco. El Museo de los Escritores, abierto el 30 de mayo de 1991, era otro cantar. A las tribus del arte callejero les debió de parecer una broma inglesa. Ojo: aquí el monumento al almirante inglés Nelson saltó por los aires de un bombazo en 1966.

“El inglés es mi lengua extranjera y la única lengua que hablo bien”, reconoció con pesar el viejo O’Neill. Y aclaró: “No tengo nada que ver con el famoso jefe de policía de Chicago de principios de este siglo, otro O’Neill”. Como si nada, vivió la insurrección de Pascua de 1916, la proclamación de la República independiente en 1949, el Domingo Sangriento de 1972 cuando los paracaidistas británicos mataron a trece católicos en Derry y el bombazo de 1974 en Dublín, obra de un grupo paramilitar protestante de Belfast, que costó la vida a veinticinco personas. Este O’Neill se tocaba ritualmente la gorrita a cuadros con visera antes de cruzar el puente del Medio Penique sobre el río Liffey. Parecía como si temiera que de un momento a otro le asaltaran los fantasmas del pasado. Sus ojillos saltaban de un lado a otro de aquellas orillas donde en el año 250 a. de C. se establecieron los celtas. Siempre pensaba lo mismo: “Es un cuento que estas aguas negras le hayan dado tan buen sabor a la cerveza Guiness. Pero estas aguas bajan llenas de historia. Aquí llegó nuestro San Patricio en el año 450 y nos hizo cristianos. Luego pasaron los vikingos y los anglonormandos: once siglos de dominio extranjero. ¡Maldita sea!, necesito un buen trago para olvidar la ocupación de los bastardos ingleses”.

Sean entró cabizbajo en la taberna del Cabecilla Desvergonzado. Al cabo de no se sabe cuántas pintas salió con la cabeza alta. Acababa de contar su historia de inmigrante londinense una vez más. Ah, el regreso a casa sin un penique en el bolsillo y con mal sabor de boca. Harto de buscar empleo y encontrar incomprensión. En la primera entrevista descubrió el valor de su acento irlandés. Al final, aprendió la dura lección: irlandés igual a borracho, perezoso, tonto del bote y terrorista. Su amigo McNamara, un testarudo nacionalista que pasó de los Soldados del Destino a la Tribu de los Gaélicos y de ahí a la Liga Gaélica para preservar la lengua y la cultura irlandesas, tronaba: “Los ingleses son unos racistas. Acuérdate del día en que la reina Isabel I fundó el Trinity College en Dublín para civilizar a los irlandeses y alejarles de las malas influencias del Papa”.

Hum, aquí nadie podía pasar por alto la imagen de una cabeza rapada como la de Sinead O’Connor, heredera del Mercedes Benz de Janis Joplin, que asumió el papel rockero de escandalizar a su propio gallinero más papista en los primeros años noventa. Su colega Bob Geldof montó la campaña Live Aid para combatir a golpe de rock el hambre en Etiopía y los ingleses le premiaron con el título de sir, lo que no hizo demasiada gracia al personal irlandés. Hace cuarenta y pico años, el ritmo era cosa de Philip Lynott y los Thin Lizzy. Luego desfilaron Van Morrison, Rory Gallagher, Bob Geldof y los Boomtown Rats de punk pasado por clase media, los Pogues de punk genuino, los Radiators desmelenados y los U2 de Bono. Los dublineses no se dejaban engañar por los cantos de sirena de la nostalgia y rastreaban sus tabernas a la espera de un Godot que sonara a New Religion o Local Hero. Colm Lynch y Ann Scott mostraban su vena de “cantautores”. Entre el indie rock nativo se movían The Frames y Boss Volenti.

Las cabezas de ganado turístico procedentes de Estados Unidos sembraban de banderitas de su país la fiesta del mismísimo San Patricio. Su obstinación les condujo a remover cielo y tierra para dar con sus antepasados. Así que en Dublín florecieron oficinas de árboles genealógicos que hacían su agosto. Estaba cantado: unos 40 millones de estadounidenses eran de origen irlandés, pero el nivel de inmigración actual no dejaba de ser cuatro veces superior al de Estados Unidos. El milagro económico del llamado tigre celta había convertido un país de emigrantes en otro país que recibía anualmente 50.000 inmigrantes.

“Berberechos, mejillones, vivitos, vivitos, oh”, iba cantando por la calle una pescadera del siglo XVIII llamada Molly Malone. Al comienzo de la última década del siglo XX, las Molly Malone de la geografía del hambre suburbial aparecían en las calles de Dublín con sus cochecitos para bebés cargados de chucherías que vendían a grito pelado. Esas mujeres sabían que la carroza de San Patricio era cosa de ricos y por eso tomaban el primer vehículo de sus propios hijos para ganarse la vida. Ilusas en un mundo de Ulises, sí.

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