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JANO.es y agencias · 29 noviembre 2007

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El escritor es un ser extraño. En muchos artistas, el arte supone una conexión instantánea con la emoción. Con el instinto, con formas tan sensuales e inmediatas como un instrumento, o la pintura pegajosa y brillante o el propio cuerpo. El escritor, en cambio, ha de pensar, y ha de analizar emociones, realidades. Ha de re-crearlas. Debe convertir el pasado en palabras que permitan entenderlo, y el presente en palabras que puedan explicarlo. El escritor no se limita a una voz que inventa historias y las difunde: si algo puede aportar, hoy, a la creación de una realidad mejor, es a través de esa capacidad de volcar en palabras lo que otros aún intuyen.

Quien escribe varía según el país, y según el idioma que emplea. No existe un único modelo de escritor, como tampoco lo hay de empresario, o de abogado. Sin embargo, se detecta un perfil casi único en el caso de los autores españoles. Son varones, de una edad mediana, monolingües, moderadamente conservadores (lo son en materia económica, no tanto en ideología). Tienen un sensato éxito, saben cómo mantenerlo, e insisten, en general, en los mismos sistemas literarios de siempre. El mismo viejo mundo de siempre, el que ellos mismos ayudaron a cambiar. Se parecen de manera sospechosa a los empresarios de su misma generación. Y miran hacia otro lado, hacia cualquiera donde el futuro no se encuentra, cuando aparece algo que no comprenden: la tecnología. Las nuevas iniciativas. La posibilidad de que surjan nuevos emprendedores en un territorio que parece ya demasiado trillado.

Europa se enfrenta a un problema crónico: la falta de emprendedores. España, en especial, se ha dejado mecer delicadamente durante décadas en una cuna doble: la de la Administración (las oposiciones, la seguridad del funcionariado, a quienes todos odian, a quienes casi todos envidian) y la estabilidad de las grandes empresas que, poco a poco, se han fusionado o han sido compradas por monstruos internacionales. La solución, sea como sea, viene de fuera. Independientemente de la autonomía de la que se dota a las sucursales o delegaciones españolas, pocas empresas cuentan con un sistema de trabajo realmente original. Ni siquiera en las cada vez más importantes secciones de marketing, publicidad o comunicación se arriesga de manera decidida. Temen lo incontrolable. Odian las apuestas. A cambio, prueban una y otra vez estrategias que resultaron útiles, pero que ya no lo son tanto. Hábiles en detectar determinados cambios de mercado, sus nichos, o incluso sus gustos, no son capaces de ofrecer lo que demanda ese mercado, o de entenderlo, o de adelantarse a ello.

Quienes han arriesgado, por ley natural, eran los jóvenes. Sin embargo, en este país abordamos un recambio generacional interrumpido, mantenemos una ceguera que continúa considerando a la nueva generación de jóvenes como consumidores, o como aficionados, o becarios, pero no como emprendedores. No como colaboradores de pleno derecho, expertos en tendencias.

La nueva generación ha crecido mientras sus padres no se daban cuenta: tienen treinta, treinta y cinco años. No son niños, pero no se les da una auténtica vinculación como adultos. Aún no han perdido la ilusión ni las ganas transformar la realidad. No prestan tanta atención al estatus como al sentido que tiene su trabajo. Y, por extensión, al sentido al que se encamina su empresa. Cuando no les satisface, aguantan, en silencio, hasta que pueden cambiar ese sentido. O si no, hasta que pueden cambiar de empresa.

¿Qué caracteriza a la juventud contemporánea? Su formación, su capacidad de adaptación, su desencanto frente a lo convencional. Son conscientes de sus conocimientos. Controlan, casi viven, en internet. Conviven con las nuevas tecnologías, pero no han olvidado las antiguas. Saben que sus padres nunca tuvieron la oportunidad de optar al nivel de vida que ellos podrían tener, y que no tienen. Y, cuando se les da poder, pueden elegir dos vías: una de ellas es la alineación. Se convierten en lo que han visto. La otra es la creación: se convierten en lo que les gustaría ser.

Los escritores, que nos lanzamos al aire y a lo alto como los halcones, para avistar el futuro y la sociedad, cerramos los ojos ante esa certeza: los lectores no son los mismos, el mundo de las editoriales, de las empresas relacionadas con libros, historias, misterios, ha variado enormemente. Existe sin embargo la persistencia de una mística constante, de una mirada que no se fija en la realidad. Y las generaciones pueden interrumpir su diálogo, si lo desean: pero la literatura no puede silenciar su lúcido, intenso monólogo.

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