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Murió en 1998 en un dúplex muy vistoso que tenía en París, cerca de Montmartre, pero lo cierto es que en sus últimos años pasaba largas temporadas en España (en Madrid, sobre todo) y fue en esos años cuando yo lo conocí y lo traté a menudo. Agustín Gómez Arcos tenía fama —y podía corresponder a la verdad— de hombre duro, de esos que dicen las verdades del barquero. No era acomodaticio, ni fácil ni burgués, porque la vida debió de ser poco blanda con él. Había nacido en Enix (Almería) en 1933, en una familia humilde. Y es bien posible que sólo quienes aún recuerden el atraso, la suciedad, la miseria y el vergonzoso lacerío de los antiguos pueblitos españoles (que llegó en algunos casos hasta bien entrada la pasada década de los 70) pueda hacerse una idea cabal de lo que sería un pueblo pobre de la pobre Almería por aquellas calendas. A Agustín le gustaba poco hablar de ese pasado (que está en algunas de sus novelas) como también perecía gustarle poco hablar de su familia. Él se había hecho a sí mismo y cuesta arriba.

Creo que primero buscando ser actor y luego autor dramático (que fue su primera vocación), Agustín debió de llegar a Madrid en los años 50 y aquí dio sus primeras batallas. Eso lo debe conocer bien un actor —casi retirado ahora—, Antonio Duque, que desde entonces fue buen amigo suyo toda la vida. No debía de ser fácil siendo pobre, opuesto al franquismo, y además homosexual que aspiraba a la libertad, vivir en aquella España. Gómez Arcos hizo lo que pudo, trabajó y escribió y aun publicó algunas cosas en revistas, pero le retiraron premios ya dados (aunque no hechos públicos) y debió de ver que aquel teatro suyo, que terminaría estrenándose en los años 90, tan lejos del momento que lo había inspirado —hablo por ejemplo de Los gatos, a cuyo retrasadísimo estreno acudí, en 1996, me parece— no tenía ninguna salida en la claustral y represiva España de Franco. Así es que Agustín, que era un hombre geniudo y de mucha voluntad, decidió marcharse, en 1965, cuando empezaba el gran turismo y dicen que la prosperidad económica, pero la censura lo empantanaba todo. Se largó a París, y como quien dice a empezar de cero. Trabajó (recuerdo que me contó una vez) en un café-teatro como camarero, y logró años después, que allí montaran cortas piezas suyas. Es el caso —un poco como Blanco White— de uno de esos españoles abrumados por el peso de España, y que por ello cambian de país y de lengua, sin dejar de ser muy españoles. Porque Agustín Gómez Arcos (autor de una muy notable obra narrativa en francés) era español, y no sólo de apariencia, hasta las cachas. Su antiguo teatro y sus modernas novelas tienen como fondo nutricio el esperpento, Goya, Buñuel, Valle, Solana… Es difícil, en cierto modo, una progenie más atávicamente hispánica.

En 1975 publicó (y fue un gran éxito) su primera novela en francés, L’Agneau carnivore, de tema español: El cordero carnívoro. Me contó también que se había decidido a escribirla, en Grecia, porque un editor creyó en él, y le dio un buen anticipo. Me parece que los editores actuales (también los franceses) son menos generosos.

Algunos desafectos atribuyeron a Gómez Arcos algo que también se puede predicar de cierto Almodóvar: que, en el fondo, sus obras reiteran viejos tópicos españoles. La triste España de Frascuelo y de María. Pero Gómez Arcos (que no siempre escribió de España, L’Aveuglon, por ejemplo, es la historia de un chiquito cegato en Marruecos) había conocido un atraso y una miseria, que no siempre pudo o quiso olvidar. Con obras como El niño pan (1983), El pájaro quemado vivo (1984) o más adelante Mère Justice (1992) o L’Ange de chair (1995) la última novela que llegó a publicar vivo, Gómez Arcos se hizo un gran nombre en las letras francesas. Sin embargo, las pocas veces que fue traducido al español (en dos ocasiones se auto-tradujo, como en El pájaro quemado vivo) transcurrió sin pena ni gloria. Pero en los últimos años —cuando pasaba largas temporadas en su apartamento de Recoletos— había cierto afán oficial por traerlo y no menor (aunque siempre digno) de él por volver. Jamás dejó de ser español, y tiene viejos y nuevos inéditos en nuestra lengua, además de dos novelas inéditas en francés, porque se había enfadado con su editor de allá, y una enfermedad relativamente fulminante no le dejó tiempo para buscar otro, y a lo que parece, sus herederos no saben. Recuerdo muchas veces de Agustín Gómez Arcos, siempre amable conmigo, y con quien charlé muchas noches, casi siempre en un bar. Ha tenido mala suerte y no la merece. Ha quedado como en tierra de nadie, y al menos debía tener dos tierras. Huyó del drama de España y algo de ese drama le ha alcanzado. Una buena y pequeña editorial de Barcelona, Cabaret Voltaire, acaba de traducir al español El niño pan. Los invito a ella. Ojalá sea un inicio de justicia para Agustín Gómez Arcos, aquel hombre ceñudo y no muy alto, pero cariñoso en el fondo, que amó la libertad y la justicia, tan difíciles siempre.

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