ONCOLOGÍA
Estatinas contra el cáncer de esófago
JANO.es y agencias · 23 abril 2008
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Ha muerto. Pero late aún y todavía y para siempre la honda dimensión de su poesía: "Me he quedado sin pulso y sin aliento / separado de ti…". En la madrugada del sábado 12 de enero, sin ruido, con la humildad de los grandes, murió en Madrid Ángel González. Tenía 82 años. Es buena hora para acompañarle y repasar su extraordinaria obra.
Ángel González (Oviedo, 1925) es sin duda uno de los grandes maestros de la llamada Generación del 50, a la que también están adscritos poetas esenciales de dimensión tan alta como Valente, Gil de Biedma, Brines o Claudio Rodríguez. Desde la publicación en 1956 de Áspero mundo, su voz se fue enriqueciendo con nuevos registros, pero manteniendo siempre unas coordenadas muy claras. Fiel siempre a la firme defensa de la dignidad y la ética como valores poéticos y a la celebración de la vida como algo único, a pesar, como él mismo dejó dicho, de los muchos sinsabores que en ocasiones el vivir depara.
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos,
fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
… yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento…
Con este dulce laconismo se definía en el primero de sus libros. Vendrían después, hasta llegar a hoy, la larga decena de propuestas que estructuran una de las obras más sólidas de la poesía en español del siglo XX. Escritos con voz propia y personalísima están para la historia Sin esperanza con convencimiento, Grado elemental, Palabra sobre palabra, Tratado de urbanismo, Breves acotaciones para una biografía, Notas de un viajero, Prosemas omenos, Otoños y otras luces…
Ayer fue miércoles toda la mañana.
Por la tarde cambió:
se puso casi lunes,
la tristeza invadió los corazones
y hubo un claro
movimiento de pánico hacia los
tranvías
que llevan los bañistas hasta el río.
Y sin embargo,
piadosa luz,
y muerte más piadosa que la vida,
que detuvo en los lienzos del recuerdo
contigo hacia la sombra,
tan lejanos y claros,
tan imposibles ya,
pero contigo, en ti al fin para siempre
—mañana es nunca, nunca, nunca—
esos días azules y ese sol de la infancia.
Entre viajes, premios —el Príncipe de Asturias, el García Lorca o el Reina Sofía, entre otros—, trabajos y destinos, entre Oviedo, Albuquerque y Madrid, transcurrió el escritor y la persona. El escritor admirado y referente, la entrañable persona. Había en Ángel González la misma proporción de dignidad y sencillez, de humor y de pudor, de inteligencia y despojamiento que en sus poemas, apuntó al despedirle uno de sus amigos de siempre.
Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel que se llamaba luz, o fuego, o vida,
y lo perdimos para siempre.
El ser humano Ángel González pasó, pero persevera. Queda entre nosotros el peso trascendente de su obra. Su voz inconfundible. Su poesía:
Pero hoy,
cuando es la luz del alba
como la espuma sucia
de un día anticipadamente inútil,
estoy aquí,
insomne, fatigado, velando
mis armas derrotadas,
y canto
todo lo que perdí: por lo que muero.