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El poeta de la exaltación y el desaliento

El pasado 25 de marzo se cumplieron dos siglos del nacimiento del poeta José de Espronceda, un intelectual comprometido políticamente con la causa de la libertad, a la que defendió frente a cualquier situación de nepotismo. Este poeta y revolucionario, incluido por derecho propio entre los más grandes representantes del romanticismo en España, y sin duda el más popular de cuantos poblaron el siglo XIX español, es hombre del que sus biógrafos suelen destacar siempre, como hechos insoslayables de su vida y de su obra, la rebelión moral y política en que se debatió siempre, rasgos esenciales de una personalidad ardorosa y exaltada y también de una poesía cuyo tono elegíaco estuvo determinado, y de ahí el título de esta semblanza escrita para recordar los doscientos años de su nacimiento, por una actividad política que incluso le acarrearía el desarraigo y el destierro, así como por las contradicciones que le caracterizaron, pues Espronceda se movió siempre a impulso de dos estados anímicos tan peculiares como antagónicos: la exaltación y el desaliento, un pasar de la alegría exultante del sol a las congojas de la oscuridad, oscilación anímica que en realidad se presenta con bastante frecuencia en la vida de los grandes poetas y reacciones ambas que, por otro lado, forman parte también del hecho mismo de vivir y por tanto puede decirse que es inherente a la propia naturaleza humana, llena de sombras y luces que, dependiendo del estado de ánimo, van alternándose a lo largo de la vida de cualquier persona y que suele darse, de forma aún más acusada, en los creadores.

La libertad en la obra del poeta

Esos dos aspectos que se dan en la personalidad y en los versos de José de Espronceda, la euforia y la elevación por una parte y la desazón y el desánimo por la otra, son elementos esenciales de su vida, rasgos acusados de una personalidad que aflora en su poesía. Y así ha sido destacado por la mayoría de los estudiosos que se han encargado de analizar su obra. Este poeta siempre será recordado por poemas como La canción del pirata, un pirata que no es más que su alter ego y un aventurero que vive empeñado en abrir singladuras de libertad a bordo de El Temido, el famoso bajel que navega entre Asia y Europa “con diez cañones por banda” y que “viento en popa, a toda vela, no corta el mar sino vuela”, prodigio de la navegación libertaria que un día el poeta hizo realidad a golpes de versos para dejar claro a través de ellos la verdad que, a juzgar por su biografía, sin duda cabe atribuirle a él personalmente, porque su ideario moral y ético, esa especie de declaración de principios por la que siempre se movió –y ahí están su vida y su obra para confirmarlo–, parece estar reflejada en los tres versos del cuarteto recurrente que sirve de estribillo a La canción del pirata, uno de los poemas más recitados –y destrozados– de la poesía española de todos los tiempos: “que es mi dios la libertad, / mi ley, la fuerza y el viento, / mí única patria, la mar”. Quedémonos con la libertad como expresión de su conducta ante la vida en la sociedad convulsa en que le tocó vivir. Así tendremos la causa exacta y noble por la que llegó a sacrificar tantas cosas en su día. Vivió una existencia exaltada y tan plena de acontecimientos, que terminaría convirtiéndole, junto con su pasión por la lectura de la obra de los representantes del romanticismo alemán, inglés y francés –es indudable la huella dejada en su poesía por poetas como lord Byron, fundamentalmente en El diablo mundo, Walter Scott y James MacPherson–, en el poeta popular más importante del romanticismo español, autor de poemas tan memorables como el soneto dedicado A la muerte de Torrijos y sus compañeros. Torrijos fue un militar español que murió fusilado en la playa de Málaga en 1831, a cuya honra y recuerdo, junto con las de quienes corrieron su misma suerte, escribió el poeta el soneto del que hemos entresacado el siguiente cuarteto: “Ansia de patria y libertad henchía / sus nobles pechos que jamás temieron, / y las costas de Málaga los vieron / cual sol de gloria en desdichado día”. Cabe señalar, por tanto, que la poesía de Espronceda es la expresión del romanticismo más liberal, como se demuestra por la actitud rebelde que el autor traslada a los versos, por la preocupación social que mueve a su pluma y por lo que muchos críticos llaman “afán de renovación formal y búsqueda de nuevos ambientes poéticos”. Si se contaran las veces que la palabra libertad es blandida por Espronceda en el conjunto de su obra poética, constataríamos una evidencia casi imposible de rebatir: ningún otro poeta, o muy pocos, la han usado tanto ni con tanto entusiasmo como él, autor también, no lo olvidemos, de El estudiante de Salamanca y El diablo mundo, este último inacabado. Tanto usó la palabra libertad en su obra poética, tanto la defendió y en consecuencia tanto luchó y sufrió por ella, tanto la dignificó y la estimó por su alto significado moral, que pocos poetas como él se merecen haber tenido la oportunidad de haberla inventado.

Una juventud rebelde

Autor de poemas memorables que lo han convertido para siempre en uno de los habitantes que pueblan la memoria de miles de españoles, muchos de los cuales los destrozan y desnaturalizan al recitarlos, acompañándose al hacerlo de grandes voces y de aspavientos y gestos desmedidos, José de Espronceda Delgado nació cerca de Almendralejo (Badajoz), en el lugar conocido como Pajares de la Vega, en 1808, año en que el ejército francés invadió España y se declaró la Guerra de la Independencia, un acontecimiento que dio lugar a un constante vagabundeo de la familia para poder subsistir. Hacia 1820, nuestro personaje se muda a Madrid y cursa estudios en el Colegio de San Mateo, donde tuvo la fortuna de tener como profesor a don Alberto Lista y como compañeros de estudio a Ventura de la Vega y Patricio de la Escosura. Cuando sólo tenía quince años, el espíritu rebelde que se iba larvando en su interior se manifestó. Fue el día en que por orden del absolutista Fernando VII ahorcaron al general Rafael del Riego y Núñez en la plaza de la Cebada de Madrid, una muerte que presenció y que llevó a nuestro poeta, a Patricio de la Escosura y a un grupo de amigos a fundar “Los Numantinos”, una sociedad secreta nacida para vengar la muerte del militar ajusticiado. Esa actividad le valió la cárcel, aunque debido a su extrema juventud sólo pasó unas semanas en el convento de San Francisco de Guadalajara, donde nuestro poeta compondría el poema Pelayo, de corte clásico y épico y que como El diablo mundo iba a quedarse sin terminar, en cuyos versos los entendidos han creído ver “las influencias neoclásicas –leemos en la Enciclopedia Salvat– de sus maestros, Alberto Lista, gran poeta romántico, y Hermosilla”, aunque en honor a la verdad hay que decir que el neoclasicismo dejó poca huella en él y desaparecería tras abandonar España y entrar en contacto con el romanticismo, movimiento espiritual y artístico que tiene en el sentimentalismo uno de sus rasgos más esenciales.

El poeta conoce y le canta a Teresa

A pesar de que sus estancias en Madrid se caracterizaron por la brevedad, Espronceda participa activamente en la vida literaria de la gran urbe y escribe numerosas obras, lo que no le hace desistir de una actividad política que iba a determinar y a marcar su vida, de tal modo que con dieciocho años se exilió voluntariamente en Lisboa, la ciudad donde entraría en contacto con una joven de dieciséis años llamada Teresa Mancha, hija de un coronel liberal emigrado de la que termina enamorándose y a la que exaltaría en “Canto a Teresa”, una confesión autobiográfica apasionada y plena de un encendido lirismo: “¡oh, qué mujer! ¡qué imagen ilusoria / tan pura, tan feliz, tan placentera, / brindó el amor a mi ilusión primera...”. Espronceda sigue a Teresa a Londres, donde le pierde la pista hasta que, al volver a encontrarla en París, y aunque casada y con un hijo, la rapta y vuelve con ella en 1833 a España –de donde había sido desterrado por su implicación en la intentona revolucionaria liderada por el guerrillero Chapalangarra–, gracias a la amnistía general concedida por la reina María Cristina en favor de los liberales emigrados. En España, como ya había hecho con su anterior marido, Teresa Mancha abandona al poeta y a Blanca, la hija nacida del matrimonio, un hecho que deja al poeta sumido en una desequilibrante y fuerte depresión. Tras la muerte de Teresa por tuberculosis, Espronceda escribirá “Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar”, nombre de la ciudad a la que ha sido desterrado por la publicación de una poesía patriótica que él insufla del espíritu liberal que le caracteriza. En 1836 se publica en El Español uno de sus más grandes poemas, El estudiante de Salamanca, sin duda alguna su primer gran éxito como poeta. Espronceda llegará a ser embajador en Holanda y diputado por la provincia de Almería. Morirá súbitamente en 1842, a los treinta y cuatro años, cuando gozaba de la consideración de ser el mejor poeta español del momento, lo que dio lugar a que se produjeran numerosas escenas de dolor popular durante su entierro, uno de los sucesos más multitudinarios de cuantos tuvieron lugar en su época.

“La poesía de Espronceda es la expresión del romanticismo más liberal, como se demuestra en la actitud que el autor traslada a los versos.”

“Si se contaran las veces que la palabra libertad es blandida por Espronceda en el conjunto de su obra poética, constataríamos una evidencia casi imposible de rebatir: ningún otro poeta la ha usado tanto ni con tanto entusiasmo como él.”

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