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JANO.es · 06 noviembre 2007

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Si queremos que la mejora de la salud funcione como estrategia para reducir la pobreza, hemos de llegar a los pobres.Y debemos hacerlo con servicios de atención sanitaria adecuados y de gran calidad.

¿Cómo podemos utilizar el gran potencial de la salud para impulsar el desarrollo humano, potencial reconocido en los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM)? Es evidente que si queremos que la mejora de la salud funcione como estrategia para reducir la pobreza hemos de llegar a los pobres. Y debemos hacerlo con servicios de atención sanitaria adecuados y de gran calidad. ¿Qué papel desempeña en esto la atención primaria de salud (AP)?

Estamos prácticamente a mitad de camino en la cuenta regresiva hacia 2015, año muy importante y prometedor para la Declaración del Milenio y sus objetivos, que constituyen el compromiso más ambicioso que haya contraído la comunidad internacional. Si se cumplen, la vida y las perspectivas de futuro de las poblaciones empobrecidas mejorarán como nunca antes en la historia de la humanidad. Si la comunidad internacional alcanza esos objetivos, podremos superar antiguos obstáculos al desarrollo humano que desde hace largo tiempo se creían irremediables: pobreza, ignorancia, enfermedades, entornos insalubres y muerte prematura por causas prevenibles.

Al acercarse el 30º aniversario de otro compromiso histórico, el de la Declaración de Alma-Ata, echemos una mirada retrospectiva. En ese documento se define la AP como clave para alcanzar un nivel aceptable de salud para todos los habitantes del planeta. Ésa fue la base del movimiento «Salud para Todos». Además de haber emitido un vehemente llamamiento en favor de la equidad y la justicia social, esta iniciativa desencadenó una lucha política en al menos tres frentes: en primer lugar, se propuso incorporar la salud en el programa político de desarrollo, dar mayor relieve a la salud y aumentar su notoriedad; en segundo lugar, se procuró ampliar el enfoque de la salud y distanciar éste del modelo puramente médicoterapéutico. Se reconoció el poder de la prevención y también se reconoció que la salud tiene múltiples determinantes, algunos de ellos en ámbitos no sanitarios. Eso significa que son muchos los sectores del gobierno que han de colaborar y prestar atención a sus repercusiones en la salud. En aquel momento, los distintos sectores actuaban de forma aislada, fragmentaria, de acuerdo con una jerarquía que, por lo general, situaba a la salud casi al final de la lista.

En el tercer frente, el político, la Declaración de Alma-Ata sostenía que el mejoramiento de la salud de la población y el aumento de la productividad económica y social debían ir acompañados uno del otro y fortalecerse recíprocamente. Ello significa considerar la salud como algo mucho más importante que un gravoso deber político y un pozo sin fondo, ávido de recursos públicos. Éstos son algunos de los combates políticos que rodearon a un movimiento emprendido en nombre de la justicia social y en bien de la humanidad.

Desgraciadamente, los adelantos realizados para mejorar la salud de los pobres y reducir las grandes disparidades existentes en los resultados sanitarios han sido, de hecho, más lentos de lo deseado. Pero el movimiento «Salud para Todos» ha allanado el camino para alcanzar los objetivos aún más ambiciosos acordados al principio de este siglo. Hemos salido victoriosos de los tres combates políticos librados, y esa victoria se concreta en los ODM.

En primer lugar, los Objetivos sitúan la salud firmemente en el centro del programa de desarrollo. En segundo lugar, convierten la colaboración intersectorial en una condición indispensable para el éxito. Abordan las causas profundas de la pobreza y tienen en cuenta que éstas están relacionadas entre sí. En tercer lugar, al convertir la mejora de la salud en una estrategia de reducción de la pobreza, hacen que el sector de la salud pase de ser un mero consumidor de recursos a un generador de beneficios económicos.

En ese sentido, los ODM pueden considerarse otro legado del movimiento «Salud para Todos» y de la Declaración que lo puso en marcha. La continuidad es evidente. Ambos documentos muestran visión de futuro y establecen objetivos elevados. Ambos apelan a valores humanos fundamentales. Ambos expresan la convicción de que el mundo debe cambiar y es perfectamente capaz de hacerlo. El cambio es, además, una responsabilidad que comparten todas las naciones. Los dos documentos también ponen en entredicho una concepción de la sociedad en la que predominan el individualismo, la competencia despiadada y la supervivencia del más fuerte. Ambos se centran en los grupos más desfavorecidos y vulnerables, y tienen por objeto dotar a esas personas de capacidad para sobrevivir y desplegar su potencial humano. Los dos documentos tratan, sobre todo, de la equidad. No se puede privar injustamente a nadie de la oportunidad de desarrollar su potencial humano, por ejemplo por causas económicas o sociales.

Hemos vuelto al punto de partida. Nos hemos embarcado nuevamente en la urgente misión de alcanzar objetivos ambiciosos dentro de plazos determinados. Una vez más nos proponemos lograr que haya una atención de salud básica, integral y equitativa. Y una vez más, volvemos a pronunciar el mismo llamamiento humanitario ineludible: ¿cómo podemos permitirnos moralmente que tantas personas sufran y mueran a causa de enfermedades fácilmente prevenibles o tratables? Pero hay una diferencia entre la situación de hoy y la de 1978. Partimos de un punto más elevado en una vía trazada con gran esfuerzo en nombre de la salud para todos.

Pero no es en absoluto seguro que vayamos a alcanzar los ODM relacionados con la salud. Nos enfrentamos a un grave dilema. La salud pública cuenta con intervenciones eficaces, estrategias de aplicación de probada eficacia y nuevas fuentes de fondos sustanciales. El compromiso es mayor que nunca. Pero las poblaciones subatendidas siguen sin poder contar con una atención sostenible, equitativa e integral que se pueda dispensar a escala suficiente. Como ya he dicho, si queremos que la mejora de la salud funcione como estrategia de reducción de la pobreza, hemos de llegar a los pobres. Es ahí donde fallamos.

Cuando pienso en ese dilema, llego a dos conclusiones. En primer lugar, creo que en el mundo hay un desequilibrio sanitario, posiblemente el mayor de la historia. Nunca antes habíamos contado con semejante arsenal de sofisticadas tecnologías para tratar las enfermedades y prolongar la vida. Sin embargo, las disparidades entre los resultados sanitarios siguen aumentando. Puede llegar a haber hasta 40 años de diferencia entre la esperanza de vida la población de de los países ricos y la de los países pobres. Eso es inaceptable. Se estima que cada año mueren en el mundo casi 10 millones de niños menores de 5 años. Al menos el 60% de esas defunciones podría prevenirse aplicando unas pocas medidas de bajo costo. Eso no es justo. Tampoco es justo que siga habiendo más de un millón de defunciones anuales causadas por una enfermedad tan fácilmente prevenible como el paludismo. Un mundo capaz de enviar a un hombre a la Luna debe ser capaz de proteger con mosquiteros a un mayor número de niños.

Mi segunda conclusión es que no creo que podamos alcanzar los ODM si no regresamos a los valores, principios y estrategias de la AP. Una vez más, volvemos al punto de partida. Tras varias décadas de experiencia, hemos aprendido que la AP es la mejor vía para alcanzar el acceso universal, la manera óptima de asegurar mejoras sostenibles de los resultados sanitarios y la mejor garantía de un acceso justo a la atención sanitaria. Quisiera proponer cuatro principios que pueden orientar nuestra búsqueda de maneras de lograr una atención de salud integral y equitativa y nuestro examen de la contribución de la AP. En primer lugar, hemos de mantenernos firmes en nuestro compromiso, nuestra determinación y, sobre todo, nuestro sentido de urgencia.

En segundo lugar, debemos pedir cuentas a nuestros políticos de las promesas que formulan, ya sea ante los electores o en las cumbres internacionales. Las promesas no deben romperse. En tercer lugar, si queremos que los políticos hagan las promesas adecuadas y las mantengan, debemos presentar datos fidedignos y comprobados. Los datos científicos dan a la salud argumentos convincentes a nivel político. La AP no es una baratija. No es una ganga que permite a los gobiernos cumplir con su deber de proteger a todos los ciudadanos de los riesgos y peligros sanitarios. Necesitamos perfeccionar nuestro acervo de datos probatorios sobre costes y beneficios, prácticas óptimas, intervenciones de máxima eficacia en situaciones concretas y efectos de esas intervenciones en los resultados sanitarios. Necesitamos pruebas de los programas y de los progresos realizados. Como ya he dicho, lo que se mide se hace.

Quisiera terminar diciendo que, cuando hablamos de AP, también hemos de reconocer la gran inventiva de las comunidades. La naturaleza humana comparte ciertas características que transcienden las diferencias de lugar, raza, religión y cultura. La compasión ante el sufrimiento, acompañada de un deseo de ayudar, constituye un rasgo común. Otro es el de aspirar a una vida mejor. Una y otra vez vemos que, al dar a las comunidades las oportunidades que anhelan y ofrecerles programas que ellas puedan hacer suyos, se las habilita para hacer realidad sus aspiraciones. Si se les tiende una mano, pueden salir efectivamente ellas mismas de la pobreza y mejorar la propia salud. Como se expresa en la Declaración del Milenio, esto forma parte de nuestra común humanidad. Son nuestros rasgos comunes: compasión, inspiración, aspiración y gran ingenio. Nuestra común humanidad es una buena razón para que esto nos importe. Por eso debemos actuar sin demora ante una emergencia. Y por eso también tenemos tanto que ganar en nombre de la justicia social.

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