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Uno de cada cuatro mayores está polimedicado

JANO.es y agencias · 12 noviembre 2007

En el caso de los octogenarios, la proporción pacientes que reciben cuatro tratamientos simultáneos alcanza el 50%, según la Sociedad Española de Medicina Geriátrica

En el corazón de la antigua Ruta de la Seda, rodeada por los más fieros desiertos y las más altas montañas, se encuentra la mítica tierra de la Transoxiana, allí donde algunas de las más ricas y legendarias ciudades florecieron, y donde aún hoy muestran el encanto de un pasado único, cuando Asia central fue el centro del mundo.

Durante siglos, el territorio de la moderna Uzbekistán fue un lugar rodeado de leyendas, un imán para los más avezados aventureros y exploradores, en el que muchos de ellos perdieron la vida tratando de llegar a las remotas ciudades de Samarcanda, Bujara y Jiva. Afortunadamente los peligros han desaparecido, pero el hechizo y la magia de Asia central han sobrevivido indemnes al paso del tiempo.

Aunque Tashkent, la capital del país, carezca del encanto que poseen Samarcanda, Bujara o Jiva, es un lugar cargado de contrastes, donde es posible apreciar las contradicciones de un país que aún busca su lugar en el mundo: los bloques de edificios soviéticos se entremezclan con las viejas casas de adobe, los modernos jóvenes pasean junto a ancianos vestidos a la manera tradicional, modernas tiendas y supermercados compiten con bazares locales donde agricultores y comerciantes llegados de todo el país vienen a vender sus mercancías. La que fuera durante la época zarista la capital del Turquestán ruso, apenas es explorada por los viajeros, perdiéndose una pieza importante para comprender el devenir de Uzbekistán. Pero incluso con su innegable encanto, el mito no reside en Tashkent, sino a unos centenares de kilómetros al oeste, cruzando pueblos y hambrientas estepas, en dirección a una de esas pocas ciudades que dejó de serlo para convertirse en leyenda: Samarcanda.

Samarcanda ha seducido la mente inquieta de viajeros de todas las épocas:

Desde Alejandro Magno hasta el embajador español Ruy de Clavijo, que la visitó a principios del siglo XV, sin olvidar los avezados exploradores de la Inglaterra victoriana, todos soñaron algún día en alcanzar esa ciudad y muchos de ellos perdieron la vida en el intento.

A pesar del paso del tiempo, Samarcanda sigue maravillando a todos aquellos que se internan en su seno, donde el color turquesa brilla por toda la ciudad rivalizando con el cielo en esplendor. Lo que hoy queda de Samarcanda es en gran parte la herencia de Tamerlán que dedicó toda su vida a embellecer su capital con los despojos de otras grandes ciudades que destruyó a su paso. Timur, su nombre real, se consideraba descendiente lejano de Gengis Kan y dedicó gran parte de su vida a la guerra, construyendo uno de los mayores imperios que ha visto la humanidad, amén de destruir y asesinar sin piedad a todos quienes se atravesaron en su camino. Aunque Tamerlán fue enterrado en su amada ciudad, en el mausoleo de Guri Emir, no fue hasta mediados de este siglo cuando se descubrió que la enorme piedra de jade que se creía que escondía su cuerpo no era tal y que los restos de Tamerlán estaban en una cripta subterránea. En 1941 el antropólogo ruso Mijaíl Gerasimov decidió abrir la tumba, pero antes leyó una inscripción que rezaba: “Aquel que abra esta tumba se enfrentará a un enemigo más cruel que yo”. Los soviéticos no hicieron caso a la maldición y abrieron el sepulcro. Al día siguiente Hitler atacaba la Unión Soviética.

El corazón de la ciudad es el Registán, la plaza más espectacular de Asia, un lugar donde tres obras maestras del arte islámico parecen retarse enfrentadas en un campo de batalla sin igual. La más antigua es la madrasa de Ulughbek, terminada en 1420, y donde se dice que el mismo Ulughbek, el nieto de Tamerlán, enseñó matemáticas y astronomía. Frente a ella se halla la madrasa Sher Dor, cuyo detalle más significativo son los dos rugientes leones que desafían la prohibición del islam de representar seres vivos. La última de ellas es la madrasa Tilla Kari, que aunque posea el exterior más simple, guarda toda su riqueza en el interior y en su tranquilo patio.

Bujara, la ciudad más sagrada de Asia central, a pesar de todos los sucesos del siglo xx aún conserva ese aire de antigua ciudad de mercaderes.

Situada en el centro de los principales ramales de la Ruta de la Seda, fue durante siglos una ciudad rica y cosmopolita donde comerciantes, peregrinos y viajeros de muy diversas procedencia se dieron cita. Fue en aquellos años cuando se acuñó el dicho: “Mientras en el resto del mundo la luz irradia desde el cielo hacia la tierra, la santa Bujara proyecta la luz para iluminar el cielo”.

Tras cruzar los vastos bloques de edificios de corte estalinista, las anchas avenidas desiertas y los parques de cemento, aparece encerrada en sí misma la vieja Bujara. Al internarse por el laberíntico entramado de calles que conforma la ciudad vieja se tiene la sensación de que nada ha cambiado con el transcurso de los siglos: mujeres sentadas a las puertas de sus casas charlan animadamente, ataviadas con luminosos vestidos floreados; niños y niñas corretean sin rumbo, persiguiendo una pelota, un gato, o al deslumbrante cielo azul que cubre Asia central; los ancianos pasean sin rumbo mirando con ojos lánguidos los cambios producidos en los últimos tiempos.

El centro de la ciudad es el Labi Hauz, un sereno estanque rodeado de antiguas madrasas alrededor del cual se despliega la vida ancestral que aún pervive en Bujara. Unas moreras centenarias proyectan vacilantes sombras sobre dos pequeños cafés, el lugar ideal donde saborear un té, degustar unos kebabs y contemplar el corazón de Bujara en silencio. Bujara es un canto al pasado, un canto al islam tolerante, un museo al aire libre donde la más humilde de las casas o el inmaculado blanco de las barbas de los aksakales supera en belleza a cualquier construcción concebida por el ser humano. Definitivamente, un lugar donde sumergirse en el pasado y sentir la lasitud del tiempo en Asia central.

Jiva, su mero nombre fue sinónimo durante siglos de caravanas de esclavos, crueldades sin igual y terribles marchas a través de desiertos y estepas infestadas de fieras tribus.

La ciudad continúa agazapada tras las mismas sólidas murallas que escondían todos los tesoros que se fueron construyendo gracias a los beneficios que daba el comercio de esclavos, y que los soviéticos supieron preservar y restaurar convirtiéndolo en un verdadero museo al aire libre. Es imposible enumerar cada una de las mezquitas, madrasas y palacios que embellecen tan opulenta ciudad, pero más allá de la individualidad de cada construcción está el conjunto, el ambiente único que se respira en Jiva. El hechizo de Asia central sigue encerrado tras estas viejas murallas, en las callejuelas empedradas, en las voces de los comerciantes, en las esquinas atemporales de los antiguos cementerios; y es por la noche, cuando un manto de estrellas resplandecientes cubren el cielo y los sonidos se apagan paulatinamente dejando el reinado al silencio nocturno, cuando los viejos fantasmas se despiertan y vagan por la ciudad en busca de viajeros para transportarles a ese pasado que nunca acabó de desaparecer en estas latitudes. Paseando sin rumbo, tan sólo guiado por la mortecina luz que proyectan unas tristes farolas, me dirijo a las viejas murallas. Desde allí arriba la perspectiva es inmejorable, la blanca luz lunar baña los minaretes y las ornamentadas cúpulas; sólo los melancólicos ladridos de un perro rompen la quietud. El desierto envía sus susurros en forma de vientos fríos y cortantes, y mis oídos creen escuchar el fragor de antiguas batallas y los suspiros de los esforzados mercaderes cruzando los desiertos con sus caravanas. Quizá sean sólo imaginaciones, quizá sean los latidos de ese cansado corazón, del corazón de Asia, el lugar donde comprender gran parte la historia del más cautivador de los continentes.

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