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Bases genéticas comunes del TDAH en niños y adultos

JANO.es y agencias · 29 febrero 2008

Investigadores de Barcelona publican un estudio en el que se refuerza la idea de que se trata de un mismo trastorno en ambos grupos de población y no dos distintos

Dado el grado de postración estética que ha alcanzado la programación de los distintos canales, los intermedios publicitarios se han convertido en una especie de oasis para nuestros hastiados ojos. En los últimos años, mis hábitos de consumo televisivo se han invertido: cuando suena la sintonía machacona que anuncia la interrupción de cualquiera de esos programas estultos que amueblan el prime-time, corro a refugiarme en mi sofá para descubrir alguna joya súbita que anuncie bebidas alcohólicas o automóviles. A los pocos minutos, cuando la sintonía advierte la reanudación del programa estulto, aprovecho para viajar a la nevera, cotillear con mi vecina o deponer parsimoniosamente. Y así hasta que sobreviene una nueva remesa de anuncios. Si la nevera se ha quedado sin víveres, o la vecina duerme la siesta, o no me urge la fisiología, me resigno a zapear por los diversos canales en busca de un anuncio memorable y fugacísimo que me alivie de tanta mediocridad televisiva.

No negaré que aún subsisten anuncios paleolíticos y mostrencos que parecen urdidos por algún secreto boicoteador del producto que se pretende promocionar —¡ah, el horror de los anuncios de detergentes!—, pero en general la calidad de la publicidad televisiva ha alcanzado niveles de excelencia artística insospechados hasta hace apenas unos años. He escrito sin rebozo “excelencia artística”, a sabiendas de que algunos lectores me habrán tomado por un botarate propenso a la hipérbole, pero me ratifico en la expresión: muchos de los spots que diariamente visitan nuestras retinas constituyen auténticas piezas de orfebrería visual. Quienes se resisten a otorgar a los anuncios publicitarios el rango de arte aducen que su naturaleza es meramente propagandística, y que sus logros estéticos quedan apabullados por su condición de soportes comerciales. Pero ¿acaso no animó a Virgilio un interés idéntico cuando escribió La Eneida, cuyo propósito último, aunque bellamente aderezado, no era otro que el de exaltar la estirpe del emperador Augusto? ¿Acaso nuestros pintores palaciegos del Siglo de Oro, con Velázquez al frente, no ponían su genialidad al servicio de una empresa publicitaria? Y Mozart, ¿no componía sus sinfonías para honrar y halagar a sus clientes? El arte nunca ha sido una emanación incontaminada del espíritu; por el contrario, se ha vendido siempre al mejor postor, al menos hasta que algunos artistas megalómanos decidieron —pobrecitos ilusos— que la posteridad justificaría sus esfuerzos solitarios.

El mensaje publicitario siempre se ha hallado inscrito en el arte. ¿Por qué, pues, aceptamos con tantas reticencias la naturaleza artística de los spots? Por supuesto que los hay deleznables, estrepitosamente zafios, incalculablemente abyectos y trogloditas, del mismo modo que hay novelas deleznables, películas zafias, pinturas abyectas o sonetos trogloditas. Que haya un montón de sujetos obstinados en fatigar las imprentas con sus necedades no justifica la existencia de la censura. ¿Por qué, entonces, permitimos que los anuncios de televisión sean retirados por el Ministerio de Fomento, o que sean filtrados por los canales televisivos encargados de emitirlos? Considero deseable que se vigile la adecuación de un anuncio a nuestra legislación mercantil, pero ¿qué nos legitima a juzgarlo moralmente? A nadie se le ocurriría retirar de la circulación una novela de Gide o Sade, invocando que incluye apologías del racismo o la sevicia. A nadie se le ocurriría censurar una película de Martin Scorsese o Stanley Kubrick, con la excusa de extirparles algún fotograma con exceso de hemoglobina o tetamen. A nadie se le ocurriría velar con gasas y cendales el culo ecuménico de la Venus que pintó Velázquez. ¿Por qué nos atrevemos, en cambio, a amputar o aniquilar los anuncios que consideramos violentos u obscenos?

La vigilancia sobre la publicidad televisiva se suele justificar con apelaciones hipócritas a la “infancia indefensa”.

Bastaría con que los anuncios que se consideren agresivos o perniciosos para esa infancia se intercalaran en programas destinados al público adulto. Es responsabilidad de los padres determinar lo que sus hijos pueden y no pueden ver, escuchar o leer. Retirar un anuncio por motivos morales se me antoja un síntoma desazonante de que nuestra sociedad se encamina plácidamente hacia los territorios del puritanismo. Y, sobre todo, constituye un caso flagrante de censura, aunque se quiera camuflar de higiene moral.

Y ahora les dejo porque suena en mi televisor la sintonía que anuncia una nueva remesa de anuncios.

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