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Cambios genéticos predicen la progresión del cáncer de mama

JANO.es · 05 mayo 2008

Científicos canadienses han estudiado las variaciones de expresión genética que se producen en el tejido circundante del tumor y publican sus resultados en "Nature Medicine"

Enanos, niños palaciegos, bufones, locos, simples, negros, gigantes, truhanes, “hombres de placer”, “sabandijas de palacio” pululaban en las antecámaras y departamentos reales de los Austrias. Casi todos eran casos muy claros de patología endocrinológica y/o neuropsiquiátrica.

Galería de seres neutros

En la corte española, al igual que en las del resto de Europa, existía desde tiempo atrás la tradición de utilizar a enanos como “complementos” de los retratos reales. En realidad, esos adultos de pequeño tamaño servían de atributos de la dignidad regia, formaban parte del “inventario” de palacio, donde estaban considerados, tendencialmente, como seres neutros y no como seres humanos plenos. Pero la categoría más baja estaba formada por esos “caprichos de la naturaleza”, la “fauna” humana de los inofensivos enfermos mentales.

El 29 de septiembre de 1651, la Infanta Maria Teresa (hija de Felipe IV y de su primera esposa Isabel de Borbón), futura esposa del Rey Sol, escribió a doña Luisa Manrique Enríquez, condesa de Paredes, su antigua aya, amiga y corresponsal regular de su padre: “Aquí está un jigante del tamaño de esa media que se llama Nicolas y tiene nuebe años le ase gran soledad que tu no le conozcas le trujo la Reyna”. Esta noticia se refiere a la llegada a la corte de Nicolasito Pertusato, en octubre de 1649, dentro del séquito de la nueva reina, Mariana de Austria, prima hermana de la infanta y de su antiguo prometido, el malogrado príncipe Baltasar Carlos, que llegó a Madrid para ser la segunda esposa del cuarto Felipe.

De estas segundas nupcias nació la Infanta Margarita, que sería inmortalizada, cinco años después de esa carta, por don Diego de Silva y Velázquez en “la obra cumbre del arte universal” (como se anunciaba otrora con enormes letras de bronce en el marco de Las Meninas) junto al grupo de cortesanos entre los que destacan el mínimo “Nicolasito” y la deforme “Mari Bárbola”, que llegó a la corte en 1651. La escena representada en ese majestuoso lienzo (“la epifanía de la creación pictórica misma”, en la bella frase de Charles de Tolnay) transcurre en la galería del cuarto bajo del príncipe, en el Alcázar de Madrid (y no en El Escorial, como creyó Foucault). Ahí vemos, en un primer plano, a la pareja de los enanos que repite en el registro ancilar a la de los cortesanos Marcela de Ulloa y el anónimo guardadamas, colocados detrás de la menina Isabel de Velasco, de la misma manera que en el teatro del Siglo de Oro la pareja de graciosos duplica, desdramatizándolas, las acciones de los personajes trágicos. Pero frente a la real pareja Felipe/Mariana ambos desempeñan el papel de un desconcertante espejo deformante. Nicolasito y Mari Bárbola pertenecían al nutrido grupo de enanos, niños palaciegos, bufones, locos, simples, negros, gigantes, truhanes, “hombres de placer”, “sabandijas de palacio”, que pululaban en las antecámaras y departamentos reales, hablando sin cesar, tratando de hacer reír con bromas de discutible gusto. Casi todos eran casos muy claros de patología endocrinológica y/o neuropsiquiátrica, como lo han descrito a lo largo de más de cien años varios distinguidos facultativos españoles; en algunos, empero, la deformidad física disimulaba un espíritu muy agudo que los autorizaba a decir frecuentemente al monarca verdades muy rudas, haciéndose eco de la vox pópuli, o incluso a desempeñar en la corte labores de más responsabilidad que las de servir de divertimento.

Lúgubre caterva

Don José Moreno Villa estableció la lista de estos personajes de la corte de los Austrias y encontró nada menos que a 125 entre 1563 y 1700. Aunque se sabe que, al llegar a Madrid en 1700 el duque de Anjou (Felipe V) despidió a esa lúgubre caterva, en el elenco aparece el pigmeo don José de Cañizares y Machado, que murió ¡en 1801! (Dentro del tema “deformidad y arte”, resulta más sorprendente todavía el hecho de que no fue hasta un siglo después, en 1903, cuando Pío X prohibió la contratación de otra “deformidad”, i castrati, para el coro de la Capilla Sixtina. El supérstite de estos niños palaciegos, Alessandro Moreschi, alcanzó incluso a grabar un disco.)

Algunos de los seres peculiares de la amplísima nómina establecida por Moreno Villa tuvieron la fortuna de ser pintados (ya sea solos, ya acompañando a algún personaje real) por distinguidos artistas de su tiempo. El primero de ellos, Velázquez, retrató a Don Antonio el Inglés; a Pablo de Valladolid; a Juan Calabazas “Calabacillas”; a Francisco Lezcano “el Niño de Vallecas”; a Sebastián de Morra; a Diego Acedo el Primo; al bufón apodado Don Juan de Austria, “Hombre de placer”, y a otro, anónimo y diminuto, acompañando al príncipe Baltasar Carlos, en tanto que Alonso Coello subrayó en La infanta Isabel Clara Eugenia con Magdalena Ruiz el trágico contraste entre la elegante altivez de la hija predilecta de Felipe II y la deforme humildad de su enana. Otros retratos fueron El príncipe Felipe y el enano Soplillo, de Rodrigo de Villandrando; El bufón Pejerón, de Antonis van Dashorst Mor; El niño, el enano y un perro grande, de Jan Fyt, y los dos que pintó Juan Carreño de Miranda de la voluminosa Eugenia Martínez Vallejo: La monstrua vestida y La monstrua desnuda (antecedente deformado de las dos majas goyescas).

“Algunos de estos seres peculiares tuvieron la fortuna de ser pintados (ya sea solos, ya acompañando a algún personaje real) por distinguidos artistas de su tiempo.”

Arte pictórico y mirada médica

El arte pictórico ofrece aquí una rica veta a la mirada médica y ha permitido identificar en esos seres inmortalizados por tan preclaros pinceles algunos cuadros bien establecidos de la patología (cretinismo, enanismo hipofisiario o acondroplásico, hidrocefalia, abiotrofias diversas, etc.). De quienes no tuvieron la suerte de ser tomados como tema pictórico, lo ignoramos todo. ¿Cómo eran Brígida del Río, la barbuda de Peñaranda, “fenómeno”; Luis López, “loco del Príncipe don Carlos” (¡un loco divirtiendo a otro loco!); Pedro Santorbas, “truhán del emperador”; doña Luisa de la Cruz, “enana y monja”; don Juan Biladons, “gigante”; Francisco de Basconcillos, “enano negro”; María de Todo el Mundo, “loca”; Mateo de los Reyes, “simple”; El gigante, “negro”; Manuel el Loco de las Furias o Francisco Bazán, Ánima del Purgatorio, “loco”? ¿Por qué es más frecuente en esa pintura la patología endocrina que la neuropsiquiátrica? ¿Simplemente porque los locos y los simples no gustaban de permanecer inmóviles en el taller del pintor? De todos los “casos” de los que se ocupó la pintura en la historia del arte, los de Nicolasito Pertusato y Mari Bárbara Asquín (el verdadero nombre de “Mari Bárbola”) son de especial relevancia, pues por deseo del pintor que los eligió tuvieron la suerte de participar como personajes dentro de la compleja simbología de esa obra. Gracias a Velázquez, ambos sobrepasan dentro de la “otra realidad” —la de la creación artística— su existencia como meras personas históricas, y han sido por ello objeto de estudio por la gigantesca bibliografía que ha generado esa pintura, y también de representación repetida por las pinturas y las obras literarias y dramáticas que se han inspirado en Las Meninas. Nicolasito nació en Alexandria della Palla, en el Milanesado, en 1642, de familia noble, en tanto que su colega, de origen alemán, era casi analfabeta y fue conocida por su lengua viperina y porque evitaba mirarse en los espejos.

Si ahora esos ejemplos de la deformidad son tema de crítica de arte y de la reflexión patográfica, en su tiempo tuvieron una función cortesana que describió con gran agudeza don Francisco de Quevedo: “Los palacios son, para los príncipes ociosos, las sepulturas de una vida muerta, y para el que sirve, el patíbulo de una muerte viva”.

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