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Enfermedad por reflujo gastroesofágico y riesgo de muerte

JANO.es · 04 enero 2008

Un nuevo estudio concluye que las personas afectadas por este problema tienen la misma tasa de supervivencia que las no afectadas

Escribió Borges en algún poema de Fervor de Buenos Aires: “No arriesgue el mármol temerario / gárrulas transgresiones al todopoderoso olvido, / enumerando con prolijidad / el nombre, la opinión, los acontecimientos, la patria”. Reclamaba de ese modo el silencio de las lápidas. Yo, que visito en cualquier lugar al que viajo las tascas y los cementerios, por este orden, he coleccionado algunos de esos excesos con el mismo fervor con el que Borges canta a Buenos Aires y reclama el decoro del silencio en los monumentos funerarios. Recuerdo en el cementerio de San Francisco (Ourense), el escueto Pobre Asunción, dedicado a una muchacha a quien un amante despechado mató en la Plaza Mayor de mi ciudad el día de viernes santo de 1881, a causa del desamor, que es un arma homicida recurrente. Tan lacónico el epitafio que apunta certeramente a ese final imprevisto que retrata una biografía en dos palabras. En general, suelen tener más ampulosidad los epitafios de gentes desconocidas que de personajes famosos. Estos últimos acostumbran descansar con el somero homenaje de sus nombres, fechas de nacimiento y muerte y, a lo sumo, el añadido tantas veces innecesario: escritor, pintor, médico, violinista, físico... Sus existencias parecen justificar sobradamente el hecho de no caer en la ampulosidad cuando se trata de dejar huella de su paso por el mundo, en tanto que las personas anónimas tienden a exagerar las inscripciones funerarias para dar a entender a quienes las contemplen los méritos que se magnifican en la tumba. Hay en Nosa Señora das Areas (Finisterre) una cruz que corona una lápida donde se lee: Hay un rincón de un campo extranjero que es siempre Inglaterra, fragmento del poema “El soldado”, de Rupert Brooke, que adorna la tumba de una tal Christine Patricia Boyle, que falleció a los 44 años. Me pregunto siempre, cada vez que la visito, qué sucesión de azares llevaron a la mujer a salir de su país y terminar, tan joven, su corta vida en Finisterre, en un cementerio próximo a ese lugar que es el fin de mundo. Y acaso ella misma decidió que, cuando llegara su hora, alguien colocase en la tumba los dos últimos versos de ese fragmento escrito por Brooke: “Si muriese, piensa sólo esto de mí: / Que existe algún lugar en un sitio extranjero / Que es siempre Inglaterra”. Toda la obra de Rupert Brooke tiene sentido cuando alguien que va a morir opta porque una parte de sus versos, libremente transcritos, adornen su tumba frente al mar.

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