OBESIDAD
Gastamos entre 500 y 600 calorías menos que hace medio siglo
JANO.es · 17 enero 2008
La especialista en endocrinología y nutrición Susana Monereo hace hincapié en que la obesidad es algo más que una cuestión de talla
Amenazado por mis hijos, finalmente accedí a comprarme un iPod, ese aparato sensacional capaz de acumular miles y miles de canciones que nunca tendremos tiempo de escuchar. Me armé de valor y, al llegar a casa, intenté instalarlo siguiendo las crípticas instrucciones. Imposible. Después de una hora de intentos infructuosos, llamé a un amigo y le pregunté por qué demonios era tan complicado instalar el maldito trasto. Mi amigo me respondió con una verdad dura de digerir: “Es muy fácil. Lo que ocurre es que tú tienes problemas con el progreso”. Me quedé pensando en que el progreso es una imposición, una asignatura que nos obliga a reciclarnos constantemente y que no siempre aprobamos. En mi caso, llevo años acumulando exámenes suspendidos y voy disimulando mis problemas con la tecnología echándole morro al asunto. Pero cuando uno tiene hijos no puede mantener la impostura por mucho tiempo, así que tuve que decirles que era incapaz de instalarlo y que, si querían, les regalaba el iPod a ver si algun amigo era capaz de ayudarles. Decepcionados ante mi inutilidad, mis hijos, que todavía no tienen 11 años, resolvieron el problema en un par de días y desde entonces me miran como si, en efecto, yo fuera un hallazgo arqueológico, un fosilizado ejemplo de ineptitud tecnológica, una birria.
Como es lógico, el incidente me dejó secuelas. Me sentí culpable, inútil y, para compensar esas corrientes de emocionalidad negativa, decidí recurrir al pensamiento errático, una solución que les recomiendo para los problemas sin solución. Pensé en el progreso, en sus indudables ventajas y pensé en el progreso y en sus indudables papanatadas. Me acordé de una frase que leí hace muchos años: “¿Es progreso para el caníal usar cuchillo y tenedor?” De reojo, veía cómo mis hijos se turnaban para llevar el iPod y merodeaban por la casa moviendo rítmicamente la cabeza conectados a canciones de cuyos responsables no quiero acordarme. Se suele decir que la música por auriculares incomunica, pero no es cierto. En el fondo, es agradable abstraerse y escuchar música así. En el fondo, lo que me fastidia es no saber apañármelas con el aparato, no tener ni la paciencia ni la agilidad mental para entender el maldito proceso que une la conexión con páginas legales de carga de canciones, mi ordenador y el aparatito de marras. Volví al progreso, pues, y me agarré a la frase de Thor Heyerdahl: “El progreso es la habilidad del hombre para hacer complejo lo que es sencillo”. Simpatizar con este tipo de frases ingeniosas es una tentación irresistible pero, al mismo tiempo, uno teme caer en el conservadurismo inmovilista. No obstante, preservar cierta resistencia con las imposiciones del progreso nos mantiene alertas. Miguel Delibes decía: “El progreso comporta —inevitablemente, a lo que se ve— una minimización del hombre”. En efecto, ante según qué inventos, ante según que avances de la tecnología, me siento extraordinariamente minimizado. A veces incluso desearía ser invisible y no pasar por el bochornoso trance de comprobar que, una vez más, soy incapaz de manejarme con una simple agenda electrónica o con un teléfono móvil.
La actitud de los demás tampoco ayuda. Parece que saber dominar estos inventos confiere a quien tiene la suerte de lograrlo cierto poder sobre los demás. Y ya se sabe que el poder está para ejercerlo, y algunos no dudan en restregártelo por las narices para que te enteres de lo que vale un peine. El incidente del iPod, por ejemplo, les ha dado a mis hijos un poder sobre el mí: el de mirarme con una sonrisa de conmiseración, conscientes de haber descubierto, quizá por primera vez, una debilidad manifiesta y vergonzante de su progenitor. Podría, aplicando criterios totalitarios, prohibirles el uso del iPod, requisarlo y montar en cólera, obligarles a escribir mil veces “No volveré a cachondearme de mi padre”, dejarles sin postre hasta el próximo Mundial de Fútbol o mandarles a un internado suizo regentado por un perverso sadomasoquista. Pero prefiero dejarles con su recién estrenada satisfacción. Ahora dominan todas las teclas y disfrutan del presente como si fuera con ellos. Así seguirán durante un par de décadas pero llegará un día en el que, de repente, se sentirán extraños, marginados, no entenderán los manuales de instrucciones y tendrán que soportar la sorna o el hartazgo de quienes intentarán ayudarles sin éxito. Porque llega un momento en el que el progreso ya no te pertenece y te deja en el andén, despidiéndote de él agitando un pañuelo.