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El único artista cuya obra ha sido eclipsada por su propia leyenda, Amedeo Modigliani, llegó a París en 1906 y en muy pocos años se convirtió en uno de los pintores más respetados y admirados de su tiempo. El Thyssen le dedica una de las mejores y más completas exposiciones que se han realizado sobre su figura.

Uno de los pintores que más leyendas ha suscitado a lo largo del siglo XX fue lo que podríamos llamar el prototipo de artista bohemio. Simpático, atractivo, seductor, elegante y tremendamente estimado por sus amigos llevó una vida repleta de excesos alcohólicos, narcóticos y sexuales. Amedeo Modigliani (1884-1920) murió en plena juventud, con tan sólo 36 años, víctima de una tuberculosis que arrastraba desde niño, y protagonizó uno de los entierros más distinguidos y memorables jamás recordados en París. Colegas, literatos, marchantes y vecinos acompañaron a Modi –como le llamaban sus amigos– en su último viaje al cementerio parisino de Père-Lachaise mientras que, inevitablemente, comenzaba a fraguarse la dramática leyenda del artista bohemio perseguido por un destino trágico. El apócope de su apellido lo puso fácil: Modi, maudit, maldito; el suicidio de su compañera sentimental y modelo, Jeanne Hébuterne, dos días después de su entierro, acrecentó el mito. Desde entonces se le recordará como “el artista maldito”.

No fue un pintor típico, tampoco de vanguardia, o al menos no lo fue del todo o no lo fue siempre; fue fundamentalmente un retratista, un pintor de personas que vivió en la ciudad más indicada –París– en el momento más oportuno –principios de siglo– retratando, con un estilo absolutamente personal, elegante y refinado, el extraordinario y humilde barrio de la artes que fue Montparnasse. La muestra titulada Modigliani y su tiempo, expuesta hasta el 18 de mayo en el Museo Thyssen-Bornemisza y en la Casa de las Alhajas de la Fundación Caja Madrid, rompe con la tradición marcada por las anteriores retrospectivas dedicadas al pintor italiano y presenta su obra, por primera vez, en el entorno en el que fue creada y al lado de los nombres que, de una u otra forma, maestros o amigos, influyeron en el devenir de su arte.

En su tiempo y en el nuestro

Suele suceder con determinados artistas que, después de su muerte, se les convierte popularmente en algo parecido a héroes románticos al margen de su vida y obra, haciendo de ellos grandes iconos de la pobreza, la mala vida o la soledad, sumando a sus obras un morboso valor añadido. Ocurrió con Van Gogh, acosado durante gran parte de su vida por unos delirios y paranoias que, tras su suicidio, pasaron a ser lo más rentable y característico de su pintura. Fue, también, el caso de Goya, cuyas angustiosas y terroríficas visiones le convirtieron en un artista atormentado y víctima indirecta de la guerra o, en menor medida, de Andy Warhol, a quien no le habría importado morir asesinado si, de esta forma, pasaba a la historia como un mártir e icono de la violencia en el arte.

Modigliani, en su tiempo, fue el artista más respetado de París, según declaró el pintor, novelista y crítico Wyndham Lewis a un periódico londinense; un París, por cierto, en el que se encontraban ni más ni menos que Pablo Picasso, Henri Matisse, Diego Rivera o Constantin Brancusi, entre tantos otros. Sea exagerada o no la afirmación de Lewis, la verdad es que la obra de Modi no pasó inadvertida en ningún momento y, aunque en sus últimos años de vida aumentó el número de ventas –debido, más bien, a un cambio de actitud con determinados compradores que a la evolución de su arte–, fue después de su muerte cuando le llegó el verdadero éxito, el boom de Modigliani. Mucho tuvo que ver, seguro, su imagen de bohemio radical, los insolentes y desafiantes escándalos que solía protagonizar en los cafés o su peculiar estilo de vida “ejemplar” en los llamados années folles (años locos) parisinos. “Superando el valor icónico de la gorra y la pipa de Picasso o el flequillo infantil y las gafitas redondas de su buen amigo Foujita, Amedeo aparece caracterizado infaliblemente con un atuendo igual de legendario que sus arrogancias: la chaqueta de terciopelo (con rozaduras y lamparones), los fulares rojos estilo Garibaldi, los sombreros de ala ancha…”, escribe Vicente Molina Foix refiriéndose a la famosa frase que pronunció un, por entonces, ya consagrado Picasso: “El único en París que sabe vestir es Modigliani”.

Cézanne, Gauguin y Toulouse-Lautrec fueron los maestros modernos de Modigliani, los más influyentes en su carrera sin contar a sus contemporáneos Picasso, Matisse y Brancusi. En las primeras salas de la exposición “Modigliani y su tiempo” se compara la obra de estos tres pintores con las que realizó Amedeo a su llegada a París en 1906.

Caras largas

Durante los catorce frenéticos años que vivió en París, Modigliani fue perfeccionando un estilo pictórico, absolutamente personal y original, que se alejó, en gran medida, de las modas cubistas, expresionistas o futuristas imperantes en la época de inicio de las vanguardias y, claro está, no por ello en contra. Modi se mostró, en todo momento, convencido de que no era necesario afiliarse a un movimiento para tener éxito, siempre creyó que la calidad de sus obras sería suficiente para triunfar. Y, aunque nunca lo supo, tenía razón. Dejó para la posteridad un gran legado artístico que, lamentablemente, ningún otro pintor ha continuado durante el siglo XX y, por tanto, sin discípulos, no se le puede considerar maestro, pero su estilo es, sin duda, uno de los más personales y reconocibles de todos los tiempos. Contemplar esas figuras estilizadas, esos rostros con nariz y cuello elegantemente alargados que provienen de la más profunda y elitista miseria de Montparnasse remite al espectador a un mundo fascinante: la bohemia parisina de principios de siglo.

El significado del retrato en Modigliani lo resume a la perfección el comisario de la exposición, Francisco Calvo Serraller, en un texto titulado Modigliani: cuerpos y almas incluido en el, por cierto, excelente catálogo de la muestra: “Precisamente con el grácil y melancólico rostro introduce Modigliani la inquietante reflexión moderna, que es desdoblamiento, la doble visión simultánea del interior y el exterior. Modigliani, de esta manera, nos da la paradójica lección de afirmar la inmortalidad del cuerpo –su intemporalidad–, refrendo del paradigma clásico, frente a la mortalidad del alma, apenas un visaje del rostro, paradigma moderno”.

Durante cinco años, Modigliani se dedicó exclusivamente a la escultura. El polvo que desprendían los materiales y sus problemas respiratorios derivados de la tuberculosis que arrastraba desde niño hacían de la talla en piedra una actividad muy peligrosa para sus pulmones, por lo que decidió abandonarla definitivamente y dedicarse a la pintura. Comenzó a esculpir en el taller de uno de sus grandes maestros y amigos, Constantin Brancusi, cuya inconfundible manera de combinar clasicismo y modernidad admiró. Además, estuvo influido, al igual que Picasso y numerosos artistas de la época, por el arte africano que descubrió a su llegada a París.

Picasso fue, sin duda, el gran maestro de Modigliani. Éste admiró, desde un primer momento, la obra del malagueño, sobre todo su época azul, en la que profundizó y a la que intentó aproximarse en numerosas ocasiones. La peculiar relación que mantuvieron ambos pintores es uno de los ejes principales de la película Modigliani dirigida por Mick Davis, en la que se muestra a un reconocido Picasso profesionalmente enamorado de un emergente Modigliani.

Modigliani por Modigliani

“Modigliani no se puede seguir explicando por lo que no fue, sino por quién fue y qué hizo; esto es: Modigliani por Modigliani”. Precisamente, Serraller utiliza esta expresión para alejarse de las leyendas y elementos contados sobre el pintor italiano y, a través de la muestra Modigliani y su tiempo, ofrecer al público una nueva visión del autor, la que permite el paso del tiempo, recomponiendo a través de su obra y la de sus colegas el lugar y el contexto en que vivió.

La exposición, organizada en dos partes –como viene siendo habitual– gracias al acuerdo entre el Museo Thyssen-Bornemisza y la Fundación Caja Madrid, comienza, en la primera sede, bajo el título Modigliani y sus maestros, con obras pertenecientes a las grandes retrospectivas dedicadas a pintores como Gauguin o Cézanne en el Salon d’Automne de 1907 –donde también participó Amedeo–, Toulouse-Lautrec en el mismo salón de 1908 o un joven Picasso que ya exponía con éxito en las galerías de Ambroise Vollard y Clovis Sagot. Un segundo bloque, dedicado casi en exclusiva a la escultura –verdadera vocación de Modigliani–, reúne los trabajos en piedra y bocetos que realizó bajo la influencia de dos de sus grandes maestros, Constantin Brancusi y André Derain, de quienes también se exponen piezas significativas. Dos salas más, retratos y desnudos, muestran la relación que mantuvo con artistas como Pablo Picasso, Juan Gris, Max Jacob, Moïse Kisling o Tsuguharo Foujita, que influyeron decisivamente en su trayectoria pictórica.

De la misma manera que finaliza la primera parte en el Museo Thyssen, comienza la segunda en la sede de la Fundación Caja Madrid, titulada Modigliani y sus amigos, en la que los retratos y desnudos aparecen, esta vez, rodeados de obras de sus íntimos –muchos de ellos más compañeros de juergas que colegas de profesión–, entre los que destacan Marc Chagall, Moïse Kisling, Ossip Zadkine, Tsuguharo Foujita o, incluso, su compañera sentimental Jeanne Hébuterne. Otros nombres como Chaïm Soutine, Georges Braque, André Derain, Henri Matisse o Maurice Utrillo aparecen en una amplia selección de paisajes que, junto con otra de dibujos, completan esta excelente muestra de casi 130 obras.

A pesar de las numerosas voces que han intentado situar a Modigliani en contra de las vanguardias emergentes de principios de siglo, Amedeo fue muy amigo de pintores cubistas como Picasso, Juan Gris o Rivera –incluso participó con ellos en las primeras exposiciones internacionales– y del escritor y pintor Max Jacob, afín a ellos. Modigliani, durante su corta carrera, sólo pintó a personas cercanas a él y, si se trataba de mecenas, despreció a todo aquel que mostrara ignorancia por su obra o por el arte en general.

Un marchante llamado Zborowski encargó a Modigliani sus mejores desnudos en 1917, convencido de su fácil distribución y venta. Estas obras no recibieron la acogida esperada pero, con el paso del tiempo, se han convertido en piezas clave para entender la trayectoria de Modigliani y en auténticos iconos del arte moderno. La tradición del desnudo recostado, iniciada por Giorgione en el siglo XVI, está claramente presente en la obra de Amedeo, y también en la de sus amigos Kisling o Foujita.

 

 

 

Imágenes: Museo Thyssen-Bornemisza y Fundación Caja Madrid

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