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JANO.es · 30 abril 2008

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Viajar no es llegar, sino estar yendo. Partiendo de esa concepción que, al ritmo que discurre en la actualidad la vida, puede parecer trasnochada, Patrick Poivre d Árbor ha dado la vuelta al mundo en tren en varias ocasiones. De Darjeeling a Jalpaiguri. De Londres a El Cairo. De Moscú a Vladivostok. De Bangkok a Singapur. De Mombasa a Nairobi… Días y noches a bordo del Transiberiano, del Orient Express, del serpenteante tren de los Andes, del Blue Train o el Palace on Wheels... este infatigable viajero nos instala, a través de La edad de oro del viaje en tren, en la ventanilla de once legendarios ferrocarriles para rescatar once míticas líneas, once mágicos e inolvidables recorridos. Al grito de ¡viajeros al tren!, subámonos a algunos de los más deslumbrantes del planeta y de la historia.

Toy Train de Darjeeling

India a mediados del siglo XIX. A partir del mes de marzo, antes de que llegasen los calores sofocantes, los colonos británicos dejaban sus lugares de residencia en la llanura para acercarse al Himalaya, donde permanecían hasta el final del verano. Unas ochenta pequeñas ciudades de recreo, casi muertas en invierno, cobraban inusitada vida con la llegada, en incómodos trenes que se detenían al pie de las montañas, de una selecta población de funcionarios.

Surge la necesidad de mejorar ese transporte y crear vías férreas de montaña. Nace la idea del Toy Train, que, inaugurado el 3 de julio de 1881, completa 85 kilómetros de ascenso y desafío. Tirado por pequeñas locomotoras, parte de Siliguri, a 120 metros sobre el nivel del mar, asciende hasta los 2.256 de la estación de Ghum y acaba el viaje en Darjeeling, a 2.075 metros.

Tren miniatura que asalta y vence las cuestas del Himalaya, se le llamó desde el primer momento Toy Train, tren de juguete. Pero su pequeño tamaño cobija un corazón de hierro que, conectando sin desfallecer ni un solo día el valle con las alturas, estimuló durante décadas, además del turismo, industrias indispensables para la vida local, como las del té, el arroz y las hortalizas.

Sigue haciéndolo. Hoy este tren, declarado patrimonio de la humanidad desde 1999, sigue vivo y dos veces al día a 15 km por hora y en medio de una naturaleza deslumbrante nos introduce a lo largo de nueve horas, como el escritor Mark Twain afirmó tras el viaje, “en uno de los días más bellos que se puedan pasar en la tierra”.

Orient-Express

La mera mención del nombre hace evocar el lujo sobre raíles. Orient-Express: caoba, canapés de terciopelo, sillones tapizados con oro encañonado, cristal de bohemia, manjares servidos en bandejas de plata a vividores y príncipes, ministros, actrices y espías. Mientras en el exterior resoplan potentes locomotoras y al borde de las vías aúllan los lobos, en el fastuoso interior se cometen crímenes y se viven amoríos, se abren y cierran negocios, se forman y disuelven gobiernos, se desatan pasiones...

En sus orígenes todo fueron dificultades, pues cada paso de frontera debía negociarse entre naciones y compañías. Pero el 4 de octubre de 1883 arrancó de París, con destino a Estambul, el viaje inaugural, en el que sólo figuraban hombres –se consideró demasiado osado para las mujeres–, a los que se les pidió que fueran armados ante los peligros que el largo camino podía deparar. Nacía la leyenda.

Con el éxito y el apoyo político, el Orient-Express creció, se ramificó. En 1906, con la apertura del túnel de Simplon, surgió la ramificación que iba a Turquía pasando por Venecia, combinando así el romanticismo oriental con los viajes de luna de miel. Nueva extensión en 1924 para acercarse a las grandes estaciones de Suiza y Austria, a Budapest, Atenas y Bucarest. En su apogeo la línea alcanzó El Cairo, Teherán, Basora, Bombay.

Pero llegó la decadencia, marcada por el frío análisis de costos y rentabilidades. De la parisina estación de Lyón, el 20 de mayo de 1977 el directo Orient-Express, que con excepción de los cochescama poco tenía que ver con su ilustre antepasado, partió con dirección a Estambul para hacer su viaje final.

Canadian Pacific y Transiberiano, unidos por el frío.

Marcados por paisajes de postal en los que brillan las nevadas y los hielos, el Canadian Pacific y el Transiberiano están unidos por el frío. Nace el primero con el fin de atraer a la clientela internacional de los trenes de lujo para instalarlos en el corazón de Canadá, en las grandes montañas. El primer recorrido arranca en Montreal, un 28 de junio de 1886 a las 8 de la tarde, y llega a Port Moody, 20 kilómetros al sur de Vancouver, el 4 de julio siguiente. Lujo en las instalaciones y en la gastronomía, pero insalvables problemas derivados de la rapidez con la se construyó la línea, lo cual condicionó la ausencia de túneles, obligó a tener que transitar por pendientes más que pronunciadas en las que los vagones restaurante naufragaban. Nada se mantenía en su sitio.

Para solucionarlo surgieron, a lo largo del trayecto, esplendidos comedores y hoteles, chalets multicolores y monumentales edificios que alargaban el tiempo del viaje pero lo hacían único. De un lado al otro del país, transitaron en este tren de acero brillante reyes y lores, alpinistas aventureros, inversores, turistas y trotamundos, como el escritor Jack London, que hizo en 1894 el trayecto este-oeste sin pagar, oculto en el fondo de un vagón.

Todavía hoy, tres veces por semana, el Canadian emprende recorrido.

Fue el zar Alejandro III quien decidió poner en marcha las faraónicas obras que darían lugar a una línea de ferrocarril que, a través de Siberia, conectase Moscú con la lejanísima Valdivostok, con ramificaciones a Port Arthur y Pekín. El frío, siempre el frío, constituyó el gran problema para avanzar en la construcción de una vía que tardó 25 años en completarse. Pero la línea del Transiberiano, que se consideró concluida en 1916, siempre estuvo y sigue estando en permanente reconstrucción.

Tras muchos avatares económicos, sociales y políticos a los que este tren no ha sido ajeno, sigue hoy existiendo un Transiberiano que, sin el lujo de antaño, a lo largo de 9.000 kilómetros, siete husos horarios, siete noches y seis días, acerca Moscú y Vladivostok.

Train Bleu y Blue Train

De Calais a Ventimiglia y San Remo, elegante y silencioso, el Train Bleu surcó la Costa Azul desde la segunda década del siglo XX, aunque no tomase oficialmente su azul denominación hasta 1949. Azul era, como el mar de la costa que recorría. Azules sus míticos vagones, en los que todo estaba dispuesto para el disfrute y el sosiego. Azul fue hasta que el avión y las prisas lo arrinconaron. A finales de los años setenta del pasado siglo, desaparecidos los coches- salón y los coches-restaurante, fue sustituido por un convencional ferrocarril rojo que tristemente liquidó el azul encanto.

En 1923, un año después de su hermano europeo, se creó en Sudáfrica, azul también y con idéntica filosofía y lujo, el Blue Train. Partía de Ciudad del Cabo cuando llegaban los grandes paquebotes que habían salido de Southampton 17 días antes. Desde allí remontaba las grandes llanuras sudafricanas para alcanzar los yacimientos de oro y piedras preciosas de Johannesburgo y Pretoria. Acogía como máximo 80 pasajeros, que hacían su reserva a veces más de un año antes de la partida. Era más que un sueño. Cuartos de baño pavimentados en mármol, suites, grifos con tres tipos de agua (caliente, fría y helada), temperaturas adaptables al gusto del viajero en cada uno de los compartimientos y un deslumbrante comedor en el que se exigía traje de etiqueta.

Aunque el tiempo ha cambiado algunas cosas, sigue funcionando y siendo un referente entre los trenes mejor equipados del mundo.

La amabilidad del Eastern and Oriental Express

La amabilidad presidía el servicio.La amabilidad en este tren era reglamentaria. Las instrucciones que recibían los empleados, uno para cada tres pasajeros, eran contundentes: “Sonrían sin cesar, exprésense de forma agradable y con educación; sean amables, encantadores, serviciales y corteses; intenten no decir nunca no”.

En 1993 se inauguró el Eastern and Oriental Express, que unió por vez primera a través de ferrocarril Bangkok y Singapur. Un convoy de 22 vagones que, revestido de maderas aromáticas, evoca en parte el encanto del Orient y del Shangai-Express. Orquídeas en los vagones; sesiones de té a las cinco; música en el pianobar. Todo en medio de una atención esmerada. Todo en un ambiente exclusivo en el que destaca el vagón panorámico que cierra el tren. Una plataforma giratoria al aire libre, desde la que se disfruta de vistas excepcionales de la selva.

Más trenes…

Pero, como refleja Patrick Poivre en el magnífico libro La edad de oro del viaje en tren editado por Lunwerg, hay, o hubo, más.Además de los deslumbrantes trenes aludidos, el listado se podría ampliar con aquel que aún hoy tres veces por semana, atendido por impolutos camareros con guantes blancos, invierte trece horas en recorrer la línea Nairobi- Mombasa.O el modernizado California Zephir, que sigue adentrándose al amanecer, tras cruzar en la noche el desierto de Nevada, en el esplendor de las montañas Rocosas.O el Palace on Wheels, que durante siete días y siete noches rememora el ambiente de los maharajás hasta llegar al Taj Mahal, o el que de forma más humilde sale de la estación de los Desamparados en Lima para, en dirección a Huancayo, transitar 68 túneles y 61 puentes adentrándose en los aledaños de las más bellas cumbres de Los Andes.El panorama y la altura dejan al espectador sin aliento, pero un servicio de enfermeras y las consiguientes bombonas de oxígeno permiten seguir disfrutando del asombroso espectáculo.

Ilustraciones: Procedentes del libro La edad de oro del viaje en tren. Lunwerg Editores.

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