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HIPERTENSIÓN ARTERIAL

Programa de apoyo dirigido a pacientes hipertensos

JANO.es y agencias · 26 febrero 2008

"Alcanza tu Objetivo" tiene como fin un mejor control de la presión arterial y de la calidad de vida de los afectados

La vida cotidiana es cíclica. O, lo que es lo mismo, es repetitiva, monótona y recurrente en los mismos temas de siempre. Un comienzo de curso, de temporada o de lo que sea, produce melancolía. Son las mismas caras, parecidos problemas y, peor aún, la sensación de un año que ha pasado, de que todo está más viejo y deteriorado. Por eso, y a decir verdad, la vida no es cíclica sino que avanza en espiral, dando vueltas hasta que nos perdemos. La fiesta irrumpe precisamente para conceder un respiro a ese constante “dar vueltas”. La fiesta es alegría, se realiza colectivamente y supone un vuelco respecto a los quehaceres en los que estamos metidos en el día a día. No es extraño que tal vuelco o inversión de valores haya producido, en los encargados del orden, recelo y hasta miedo. Porque en la fiesta corre el vino, se desinhibe el más timorato y hacen su aparición pulsiones que durante el año habían quedado ocultas. En el siglo II las autoridades romanas prohibieron, por licenciosas, las famosas Bacanales, pequeñas o grandes orgías en honor al dios Dionisios. Dionisios o Baco pasa por ser el símbolo de la demasía, de la transgresión y, sobre todo, de la vid. Y es que la fermentación y los excitantes ayudan a que el cuerpo rompa con las cadenas a las que habitualmente nos atan o nos atamos.

Pero existen fiestas gratas y otras más ingratas. Cuando se celebra o festeja con amigos, en armonía y afectividad, la fiesta es un regalo de los dioses. Lo de los dioses viene a cuento puesto que el origen de las fiestas es religioso. Se conmemora alguna divinidad o algún hecho realizado por la divinidad. En nuestros secularizados días, el patrón o la patrona suelen ser ocasiones para dar rienda suelta al cantar, reír, danzar y beber. Las fiestas ingratas son las impuestas. Y éstas aumentan a causa de una globalización que trasvasa fiestas como se trasvasa el agua y a causa, sobre todo, de una incitación al consumo que ha superado cualquier medida. Nos vemos obligados a celebraciones con sonrisa o risa fingidas. Que existe un retorno, en familias de práctica laica, de bodas por la iglesia, bautizos y comuniones, es un hecho innegable. Tal vez no sean tantos como se dice pero, sin duda, abundan y en tales festejos se gasta con una facilidad que escandaliza a quien lo contempla desde fuera. Añadamos a ello el siempre debatido tema de la Navidad. Para algunos es un momento excelso, mientras que para otros se convierte en una tortura. No es extraño que sea así. Porque la familia, además de ser lugar de reposo y descanso, es un nido de conflictos. Y porque el gasto que va más allá de las posibilidades del bolsillo produce angustia.

Las fiestas son, por tanto, ambivalentes, y además oxígeno para poder continuar rindiendo en la tarea diaria y excusa para que sigamos trabajando. Porque el descanso anuncia el sudor del mañana. Tan enraizada está en nuestra naturaleza que podemos rastrearla a lo largo del espacio y del tiempo. Más aún, los pueblos primitivos, al mostrar la alegría de algún acontecimiento, destruían lo más valioso como manifestación de tal satisfacción. Y ocasiones para celebrar algo las hay todos los días. El latino Ovidio escribió un libro en el que da cuenta de cada una de las fiestas del año. Todo ha ido en aumento y hoy podemos celebrar la banalidad más absoluta. Las modas se instauran velozmente. Ya ha llegado Papá Noel y quién sabe si pronto se instalará el Día de Acción de Gracias de los norteamericanos. Aun así, los pueblos se diferencian también por su manera de celebrar un determinado acontecimiento. Lo que en un lugar es sagrado, en otro se convierte en una nimiedad, y lo que en un lugar hace gracia en otro es una simple ridiculez.

¿Se podría encontrar un término medio entre la demasía y el aburrimiento? Sería, desde luego, el ideal. Porque, como instruyeron los clásicos, “de nada demasiado”. Hay modos más o menos apropiados de ir de fiesta. Como hay modos de aguarla o continuarla. Tal vez una sana combinación de exceso y medida sea la pauta de una buena fiesta. Porque sin un poco de vino, canto y baile no hay fiesta. Se convertiría, por el contrario, en algo aburrido. Y, al mismo tiempo, una fiesta a la que le falte la inteligencia se trueca en algo inhumano. Algunas fiestas que recibimos como si fueran tesoros de la tradición deberían pasar por el filtro de la sensatez. Estoy seguro de que desaparecerían. No hace falta que las señale puesto que es claro que están en la mente de todos o de casi todos.

Al final volvemos a trabajar. No hay más remedio. La fiesta tiene, por eso, un poco de engaño. Nos aleja del sufrimiento con la ilusión de que somos otra cosa. Y no es así. Pero como no tenemos más remedio que someternos a la rueda de la producción y a la necesidad de la supervivencia, deseemos, alegremente, que siga la fiesta.

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