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ONCOLOGÍA

Síndrome de Down y riesgo de cáncer

JANO.es y agencias · 03 enero 2008

La mayor producción de una proteína producida por un gen llamado Ets2, que se encuentra en el cromosoma 21, ayuda a explicar por qué las personas con síndrome de Down presentan menor riesgo de cáncer

¿Cómo llego a la Plaza de Armas? La pregunta puede sonar extraña, pero definitivamente no lo es para alguien que ha nacido en una ciudad como Lima y ha vivido luego en diversas ciudades europeas.

Recuerdo muy bien que lo primero que buscaba yo cuando visitaba una ciudad europea era la Plaza de Armas. En España, donde la Plaza Mayor puede seguir siendo un punto de referencia —al menos vago— en cualquier ciudad, mi búsqueda no era tan disparatada, pero en cambio en ciudades alemanas como Dusseldorf o Berlín era grande mi desasosiego, a medida que literalmente me iba perdiendo por calles y plazas que jamás me llevarían a esa Plaza de Armas en cuyas edificaciones uno percibía las huellas del pasado y el latido del presente unidos por un mismo río muy profundo. Exactamente lo mismo me sucedía en París, en Londres o en Roma. No existía nada que se pareciera, ni muy remotamente, a una ciudad tan latinoamericana como Lima, y que, sin embargo, se reclamaba de todas ellas, al igual que un Buenos Aires, un Santiago de Chile o un Distrito Federal, en México.

Caminando tantas veces perdido por París, ciudad en la que viví 12 años seguidos, empecé a acostumbrarme a que los más importantes museos o comercios, y la misma catedral, estuviesen desparramados por zonas muy apartadas entre ellas y construidas a lo largo de los siglos. Y leí y reflexioné acerca de dos empresas coloniales, la española y la anglosajona, que estaban en el origen de dos urbanismos tan distintos como el de las ciudades latinoamericanas y norteamericanas, y cómo no, también de dos posibilidades arquitectónicas tan diversas como las que uno ha visto desarrollarse desde el siglo XIX en Estados Unidos —sobre todo en Nueva Inglaterra, lugar de nacimiento de la arquitectura de este país— y en las ciudades coloniales de América Latina.

En América del Norte, el símbolo de toda una colonización es ese fuerte que tantas veces hemos visto en las películas del oeste, y que simboliza el encierro mural de unos pobladores que para nada necesitaban de una mano de obra indígena. El fuerte excluye a la población nativa —desde él se le dispara y mata— y permite el avance lento, de este a oeste, de esos blancos protestantes anglosajones imbuidos de un espíritu de trabajo y de ahorro nacido al amparo de la reforma luterana y calvinista, que nada han dejado en una Europa de la que a menudo huyen y que a nadie desean ver delante. Por el contrario, el espíritu de la contrarreforma y la inquisición, el catolicismo y el aristocratismo, es el que hará que el poblador español, con su mentalidad aún medieval, vea en la masa indígena la mano de obra servil a cambio de cuya redención revivirá el feudalismo que por todo el resto de Europa se bate en retirada. Al revés del fuerte, la Plaza de Armas incluye. Incluye a aquellos indios que al entrar en ella con sus productos y transacciones verán en sus cuatro costados, y al centro, el peso de todo el poder español en Indias. La iglesia católica la verán en la catedral. El poder religioso en el palacio arzobispal. El poder político en el palacio del virrey. El poder municipal en el cabildo. El precio de la insumisión y la rebeldía lo verán en la horca.

Sabemos que las cosas no cambiaron mayormente con el advenimiento de la república. Es cierto que la horca fue desplazada por toda América Latina y que en su lugar se colocó en el centro de todas —absolutamente todas— las Plazas de Armas una pileta generalmente encargada a algún artista europeo. Pero ahí quedan las grandes catedrales, los mismos palacios arzobispales y los mismos cabildos, y ni qué decir de los actuales palacios de gobierno, a menudo calcos de otros palacios europeos y verdadera encarnación aún del Estado nacional, en la medida en que los partidos en el poder suelen confundirse casi siempre con el Estado mismo y el presidencialismo con el tan español caudillismo. Las cosas cambiaron en realidad hace tan sólo medio siglo con la explosión demográfica que llenó y desbordó completamente las ciudades latinoamericanas. Hoy, en Lima, mi ciudad natal, sólo queda un 12% de pobladores con un abuelo limeño y ya nadie mira hacia Europa en busca de raíz alguna. Los nuevos limeños, en su inmensa mayoría mestizos, ya no preguntan por la Plaza de Armas y viven en gigantescos y distantes asentamientos humanos, de los cuales tan sólo se desplazan para acudir a sus centros laborales. Para ellos el centro del mundo se ha desplazado, con todos sus símbolos y su orden, hasta Miami, que es en la actualidad la capital de facto de América Latina y su gran referente a todo nivel.

Y lo mismo ocurre en prácticamente todas las ciudades latinoamericanas. El desborde popular escapa por completo al control del Estado y hace imposible todo intento de racionalidad urbanística.

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