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Astrocitos, dianas terapéuticas para la ELA

JANO.es · 04 febrero 2008

Científicos de California comprueban en modelos animales que actuar sobre estas células cerebrales frena la progresión de la esclerosis lateral amiotrófica

Las asociaciones entre representaciones vinculadas por analogía o por contigüidad, lejos por tanto de ser una característica peculiar del pensamiento psicótico o del mágico, parecen encontrarse en el núcleo mismo del lenguaje humano.

 

Referentes bibliográficos

Roman Jakobson (1896-1982). Lingüista, fonólogo y teórico de la literatura. Nació en Moscú y allí inició estudios de lenguas orientales y estudió en su universidad. En 1914, con sólo 18 años, impulsó la creación del Círculo Lingüístico de Moscú. Se trasladó a Praga en 1920 y en esta ciudad contribuyó a fundar el influyente Círculo Lingüístico de Praga. En 1930 defiende su tesis doctoral, pero 9 años después la invasión nazi le obliga a abandonar la ciudad a causa de su origen judío. Enseña en Copenhague, Oslo y Upsala. La invasión nazi de Noruega y la amenaza de invasión de Suecia le obligan a emigrar de nuevo, en 1941, esta vez a Estados Unidos, donde funda el Círculo Lingüístico de Nueva York e imparte enseñanza en las Universidades Columbia y de Harvard así como en el MIT.

Tomemos una escena de la vida cotidiana. Una escena que nos recuerda, una vez más, que los lapsus no respetan nada. Un médico habla, en un pasillo del hospital, con el hijo de una de sus pacientes. Aunque nadie lo ha dicho abiertamente, ambos saben que la enferma está muy grave, como consecuencia de un tumor maligno. Mostrando un papel que tiene en la mano, el médico dice: “Acabamos de recibir lo resultados de la autops... De la biopsia de su madre”.

El mecanismo de este desafortunado lapsus es evidente: el médico tiene la voluntad consciente de transmitir un determinado mensaje, para lo que va eligiendo las palabras lógicamente adecuadas y poniéndolas en el orden conveniente. En un cierto momento de su discurso se produce un accidente imprevisto que desencadena la catástrofe. Una de las palabras que él quería pronunciar es desplazada de modo súbito por otra que no había sido deliberadamente convocada.

Entre la palabra excluida y la súbitamente aparecida hay una analogía fonética muy clara: biopsia-autopsia. Pero la pequeña diferencia entre dos significantes análogos provoca un cambio radical del significado: lo que el médico quería voluntariamente decir es suplantado por otra cosa que va a decir sin querer. Y esa otra cosa es tan auténtica, tan indiscretamente sincera, que quien la dice y quien la escucha tienen la inmediata y simultánea convicción de que lo que ha sido dicho inesperadamente es mucho más verdadero que lo que se intentaba voluntariamente decir. El mecanismo por el que ha sido dicho es la brusca sustitución de un significante por otro que es análogo a él pero que arrastra un significado muy diferente al previsto.

Y esto ocurre en el seno de un discurso que estaba perfectamente preconcebido, que sólo pretendía desarrollarse según un plan ajustado a una racionalidad lógica, que es la que permite decir lo que se quiere conscientemente decir; pero ese discurso voluntario se ve súbitamente boicoteado por un acto de sabotaje realizado por otro tipo de racionalidad: una racionalidad de la asociación salvaje cuyo efecto es que se dice lo que no se quería conscientemente decir, por cierto que fuese (Lázaro, 2006a y 2006b). Cualquiera de nuestros contemporáneos calificaría este lapsus de típicamente freudiano.

Los predicadores del freudismo

A Freud hay que reprocharle muchas cosas, por ejemplo el haber engendrado el insufrible linaje de los predicadores del freudismo. Pero también hay que agradecerle algunas, por ejemplo su aportación a una teoría del doble plano y la doble racionalidad del lenguaje. Porque los mecanismos asociativos que se disparan en el delirio psicótico o en el pensamiento mágico se encuentran también, en menor grado, en múltiples procesos psíquicos que nadie considera patológicos. Por ejemplo, en los curiosos vericuetos que recorre la memoria.

Para demostrarlo basta con recordar, como caso ya tópico, la tan famosa y tan manoseada magdalena de Proust, la representación que sirvió como punto de partida a esa larga cadena de asociaciones que conocemos por el nombre de En busca del tiempo perdido. En las páginas iniciales de su primera parte, muestra Proust cómo el lenguaje es un despliegue de la memoria. Ese despliegue se inicia cuando una percepción del presente despierta la evocación de determinadas percepciones del pasado.

Como se recordará, el narrador de Proust, ya adulto, recibe un día de su madre una taza de té acompañada de una magdalena. Y cuando el sabor de la magdalena, mojada en la taza de té, alcanza su paladar, un placer delicioso le invade, difuminando sus preocupaciones cotidianas y obligándole a concentrarse en su interior. El proceso de la evocación ha comenzado. Cierta tecla del alma ha sido tocada. El sabor de la magdalena mojada en el té ha actuado como desencadenante y, a partir de él, una cadena de asociaciones va a producirse. El alma se vuelve hacia sí misma porque “ella, la que busca, es justamente el país oscuro por donde ha de buscar” (Proust, 1975, p. 61). Y el narrador no deja de advertir que ese acto de búsqueda es a la vez un acto de creación, mediante el cual el sabor de la magdalena actual resucita la huella mnémica de otras magdalenas, las que su tía Leoncia solía ofrecerle al narrador durante su infancia en Combray. Y este recuerdo arrastra el de “la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto” [...] “y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo”.

Una vez que el lenguaje de la memoria consigue desplegarse, son muchas las cosas que pueden surgir del sabor de una magdalena mojada en una taza de té. Las palabras van encajando una tras otra, las imágenes contenidas en esas palabras arrastran otras imágenes y el discurso crece y crece hasta llenar, en el ejemplo elegido, siete impresionantes tomos.

Proceso evocativo

Analogía y contigüidad parecen, por lo tanto, ser los vínculos que enlazan las cosas a las que corresponden las representaciones que se van asociando en el curso del proceso evocativo. Un sabor remite a otro sabor semejante que, a su vez, remite a la imagen del lugar en que fue saboreado, y esa imagen conduce a una persona conocida en aquel mismo lugar, y después a una vivencia que con esa persona se tuvo, y así imagen tras imagen, palabra tras palabra, hasta que el discurso cese. Analogía en la forma o en el fondo, contigüidad en el tiempo o en el espacio: tales parecen ser dos mecanismos fundamentales del pensamiento y del lenguaje humano, al menos cuando se entrega a la evocación poética y no a los ejercicios de la lógica formal.

Las estructuras asociativas de la memoria —como las del pensamiento mágico— tienen mucho en común con otras formas de nuestra racionalidad cotidiana (Trias, 1970). Si el discurso de Proust viene a apoyar esta hipótesis desde el campo de la ficción literaria, otros discursos, procedentes de observaciones clínicas —concretamente de afasias—, apuntan en la misma dirección. Así puede entenderse la teoría de Roman Jakobson (1973) según la cual el habla consta de dos operaciones básicas y simultáneas. Una de ellas consiste en seleccionar el léxico: entre el conjunto de términos más o menos semejantes que nos ofrece la lengua, se escoge uno —descartando automáticamente otros—, para colocarlo en un determinado punto del discurso. La otra operación consiste en ir combinando los elementos del lenguaje elegidos, poniéndolos uno tras otro para formar el discurso lineal.

Estas dos operaciones corresponderían a los dos ejes fundamentales que Jakobson distingue en el lenguaje: el paradigmático —el de la selección— y el sintagmático —el de la combinación—. Los trastornos afásicos podrían clasificarse, según esta teoría, en dos grandes grupos: aquellos en que está dañada la capacidad de asociar términos análogos —y por tanto de sustituirlos entre sí— y aquellos otros en que el trastorno afecta a la capacidad de asociar sintagmas por contigüidad —y por tanto de combinarlos en la cadena del habla—. En el primer caso el enfermo quedaría incapacitado para la metáfora y en el segundo para la metonimia.

Teoría general del lenguaje

Lo que nos confirma esta teoría de Jakobson —aquí apretadamente resumida— es que las relaciones de asociación por analogía y por contigüidad —que habíamos encontrado en las observaciones de Frazer sobre la fenomenología del pensamiento mágico (Lazaro, 2006b) y en las evocaciones literarias de Proust— no serían una peculiaridad de esos tipos de discurso sino que se convertirían, con Jakobson, en la base de una teoría general del lenguaje.

El mecanismo de la metáfora —en que un término es sustituido por otro semejante— y el de la metonimia —en que es sustituido por otro contiguo— ya no serían una exclusiva del poeta o del chamán, sino que estarían integrados en nuestro lenguaje cotidiano, del que no son un simple adorno retórico sino un fundamento estructural, hasta el punto de pasar a veces desapercibidos gracias a su descodificación automática. Así, mientras un profesor explica la teoría de Jakobson, uno de sus alumnos puede estar pensando: “A ver si acaba pronto con este ladrillo y me voy a tomar una copa”. Y para ello no necesita pararse a analizar la analogía metafórica que existe entre la pesadez del ladrillo y la de soportar discursos metalingüísticos, ni la relación de contigüidad metonímica que permite llamar copa al líquido, generalmente alcohólico, que el vidrio de la copa contiene.

Las asociaciones, más o menos arbitrarias, entre representaciones vinculadas por analogía o por contigüidad, lejos por tanto de ser una característica peculiar del pensamiento psicótico o del mágico, parecen encontrarse en el núcleo mismo del lenguaje humano. Hablamos cotidianamente en equilibrio inestable entre los dos tipos de racionalidad que constituyen nuestros procesos mentales —y con ellos nuestros procesos lingüísticos—. Cuando nos esforzamos por elaborar un discurso claro y distinto, por formalizarlo, por matematizarlo incluso, estamos inclinándonos hacia uno de los planos de nuestro lenguaje, el de la racionalidad lógica. Cuando nos abandonamos a la evocación poética, a la fantasía oniroide o a la embriaguez, cuando somos poseídos por la rumiación obsesiva o por el delirio, caemos hacia el otro lado, que puede ser fascinante o aterrador, pero que es desde luego el más profundo, el que siempre está detrás, el que estuvo antes. Pero cuando aspiramos a una inteligibilidad global —y en concreto a una inteligibilidad global de lo que las palabras dicen— no tenemos más remedio que atender a la vez a los dos planos de la racionalidad, con el fin de integrar una auténtica racionalidad humana, una racionalidad generalizada.

Hay que entender cada discurso evaluando su punto de equilibrio entre ambas formas de racionalidad y, desde la racionalidad que nos permite comprender lógicamente, hay que tratar de entrar en la racionalidad poética en la medida de lo posible, interpretándola, si se quiere escuchar también lo que la sinrazón quiere decir; escucharlo al menos en la medida en que puede ser inteligible. Y esa medida será tanto mayor cuanto más nos abramos a entender racionalmente la doble racionalidad del lenguaje. Esa doble racionalidad que nos permite comprender el teorema de Pitágoras, pero también un soneto de Góngora. Esa doble racionalidad que le permitió a Descartes escribir —y a nosotros disfrutar— el Discurso del método, pero que también le permitió a Buñuel concebir —y a nosotros “comprender”— El fantasma de la libertad.

 Así puede entenderse la teoría de Roman Jakobson (1973) según la cual el habla consta de dos operaciones básicas y simultáneas. Una de ellas consiste en seleccionar el léxico: entre el conjunto de términos más o menos semejantes que nos ofrece la lengua, se escoge uno (descartando automáticamente otros), para colocarlo en un determinado punto del discurso”.

Bibliografía general

Jakobson R. Dos aspectos del lenguaje y dos tipos de trastornos afásicos. En: Jakobson R, Halle M, editores. Fundamentos del lenguaje. Madrid: Ayuso; 1973.

Lázaro J. Las múltiples formas de racionalidad clínica. JANO 2006a;1601:66-8

Lázaro J. La racionalidad del pensamiento mágico. JANO 2006b;1602:56-8.

Proust M. En busca del tiempo perdido. 1. Por el camino de Swann. Madrid: Alianza,1975.

Trías E. Metodología del pensamiento mágico. En: Teoría de las ideologías y otros textos afines. Barcelona: Península; 1987. p. 109-221.

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