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Ayudas al tabaco destinadas a campañas para dejar de fumar

JANO.es y agencias · 05 febrero 2008

La reducción de las subvenciones europeas para el cultivo de tabaco dio origen a un Fondo que se propone emplear para financiar iniciativas de lucha antitabáquica

El pasado mes de marzo tuve la fortuna de asistir al acto en el que el ayuntamiento de Barcelona rendía homenaje a Carmen Laforet, mediante la colocación de una placa conmemorativa en la fachada de la casa donde nació, en el número 36 de la barcelonesa calle de Aribau. En representación de los hijos de la escritora, que no pudieron estar presentes, leí con gran emoción un texto que Cristina Cerezales Laforet me hizo llegar, puesto que para mí Carmen Laforet no sólo fue una gran escritora sino también un vínculo con mi lejana infancia, alguien familiar desde la niñez.

No recuerdo siquiera la primera vez que oí hablar de ella en casa. Sólo sé que la mención de su nombre solía ser habitual cuando mis padres se referían a su paso por la Universidad de Barcelona, en cuyas aulas habían coincidido con la escritora, en los cursos 1940-1941 y 1941-1942, concretamente en la Facultad de Letras. Era mi padre el que solía evocar a Carmen Laforet con mayor simpatía aún que mi madre. A mi guapísima madre —lo recuerdo bien— las alusiones de su marido a los encantos de Carmen, a su peculiar inteligencia, deje canario, gracia y sensibilidad, la incomodaban un poco, aunque nunca se lo reprochara. Mi madre añadía en aquellos momentos —eso sí— que Carmen Laforet iba vestida con cierto desaliño, que parecía no importarle su aspecto personal, que era retraída pero que con ella había tenido cierta relación porque alguna vez Carmen había ido a su casa —situada muy cerca de la universidad, en la Ronda de San Antonio, no lejos de donde vivía la futura escritora— para que mi madre le prestara un diccionario de griego.

Mi padre, que presumía de haber llevado a merendar alguna tarde a Carmen Laforet, solía recibir con alborozo la noticia de la aparición de nuevos libros de la escritora que en seguida compraba, aunque me parece que por entonces, principios de los sesenta, ya había perdido todo contacto con ella. No sé con exactitud —pese a habérselo preguntado— hasta qué punto anduvo enamoriscado de Carmen Laforet, ni si esas meriendas se prolongaron durante muchas tardes o fueron esporádicas. Sólo sé —y de esto estoy segura— que entre los compañeros de carrera —Maria Aurelia Capmany, Néstor Luján, Antonio Vilanova, Josep Palau i Fabra, por citar únicamente a los que después serían conocidos— mi padre escogía siempre a Carmen Laforet y solía mencionar junto a ella a su inseparable Linka Babecka, la muchacha polaca que trastornó el corazón de más de uno, y a quien la escritora dedicó Nada.

Fueron las referencias a Laforet de mis padres las que me catapultaron a la lectura de Nada siendo casi una niña. Leí la novela de un tirón, embebida por la historia de Andrea, por el magnetismo que en mí ejercieron ya entonces los personajes del libro que me parecían enormemente románticos, en especial el de Román, cuyo sino trágico y destructor le emparenta decididamente con el atormentado protagonista de Cumbres borrascosas. Quizás Román, más que cualquier otro personaje del libro —un libro sobre las apariencias donde muy pocos son lo que parecen—, es un malvado. Después de leer Nada infinidad de veces —y hay que ver lo bien que resiste los más de sesenta años de su publicación—, debo confesar que la fascinación del malvado Román fue en mí tanta que creo que me sirvió de remoto modelo para crear el personaje de Parker en Por el cielo y más allá. No en vano mi novela está ambientada en el siglo XIX y no en vano me atraen literariamente —y en la vida debo confesar que también— los personajes desbordantes, apasionados, alejados de la dorada medianía de la que hablan los clásicos.

Mientras en una luminosa tarde barcelonesa descorríamos el lienzo que descubriría la placa con el nombre de Carmen Laforet, se me ocurrió que Andrea, alta y flaca, se parecía a Don Quijote, a quien el burgués padre de Ena, como Don Antonio Moreno hace con el hidalgo, convida hospitalariamente a su casa, aunque esta relación —lo acepto— sea traída por los pelos. Pero, en cambio, creo que cabe reconocer que si con Cervantes se inaugura la novela moderna, y con ella Barcelona se convierte en ciudad literaria, Carmen Laforet, muchos años después, consigue afianzar en Nada la literariedad de Barcelona. Qué menos, en consecuencia, que la fachada del novelesco piso de la calle Aribau ofrezca a paseantes y curiosos el recuerdo de la escritora.

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